lunes, julio 26, 2004

Certeza

Corría septiembre de 1921, en plena temporada lluviosa. Los cafetales se veían nuevos y brillantes, el agua lavaba todas las tardes la vegetación y arrastraba con ella el poco polvo que levantaba el viento por las mañanas. Había un aroma dulce en el ambiente y el sonido de las hojas secas al ser pisadas había sido sustituído por el de moscas y zancudos que volaban en nubes cuando algo los hacía levantarse del suelo. La humedad se metía a través de las suelas de las botas. El calor en la costa se pegaba al cuerpo y apretaba la piel sin descanso haciendo sentir manos y pies inmensos y pesados, como si fuera el mismo efecto que causa el miedo.

Debían terminar la faena temprano y viajar a la finca "La Esperanza" para llevar el pago de los mozos a su padre, que lo esperaba desde el viernes; siendo ya sábado, debía estar impaciente. Así que apresuró el paso al mismo tiempo que hacía blandir el machete a través del atajo.

Al llegar a la casona de madera se quitó el sombrero y empinó el vaso de limonada helada que le esperaba en las manos de la cocinera. Él entró en la casa fresca, atravesó la sala de esquina caminando por el pequeño pasillo hasta detenerse en el lavamanos de porcelana blanca que estaba justo a la entrada del comedor, para asearse prolijamente antes de sentarse a comer. Mientras eso sucedía, Eusebio Pérez -el viejo Chebo- fue presuroso a la cocina a recibir el almuerzo para servirlo en cuanto el patroncito se sentara, para quedarse quieto a su espalda observando sus movimientos y presto a espantar las moscas con el paño blanco que colocaba perfectamente doblado sobre su brazo derecho.

Después del almuerzo, Chebo recogió la mesa y se sentó a comer rápidamente. A las 4:30 saldrían rumbo a La Esperanza para dejar las alforjas con "el pisto" y ya sabía que para este viaje él era el elegido para acompañar al joven patrón.

Media hora antes de salir y después de haber terminado sus tareas en la casona, Chebo fue a la caballeriza y ensilló a Tormenta, el negro y brioso caballo que montaba Francisco; para él preparó a Pelusa, la mula parda. Sabía que nunca estaría más seguro que en su lomo; hacían un excelente equipo cuando de montar por la montaña se trataba. Buscó su saco de paño negro y lo colocó sobre la manzana de la silla, se ajustó el sombrero negro también y esperó pacientemente a que Francisco apareciera por el camino empedrado que bajaba de la casona a la caballeriza, lo que ocurrió cinco minutos antes de la hora establecida. Montaron ambos y enfilaron hacia el occidente, siguiendo la luz del sol.

Después de dos horas de camino, montaña arriba y adentro, Chebo se puso el saco y Francisco subió el cierre de su chumpa. La humedad debajo de los árboles, con la luz del sol debilitada en el atardecer, hicieron bajar la temperatura ostensiblemente. ¡Y todavía quedaban un largo camino!

Un largo rato después, Francisco reconoció los linderos de La Esperanza y pensó con alivio que el viaje estaba por terminar; viajar a esa hora y con las alforjas llenas de dinero no era el viaje ideal. Sonrió pensando en su padre, quien estaría esperándole con la cena servida, seguramente. Pasaron el puente conocido como "Primavera" y al doblar el último recodo antes de terminar el ascenso, escucharon que al paso de ellos se unía un tercero. Los animales se inquietaron, resoplando, y casi se encabritaron, transformándose el trote en algo incontrolable. Francisco le gritó a Chebo que controlara el paso y cuando volvió la vista para reforzar su mandato con la mirada, pudo ver a Pelusa desbocada, pegada a Tormenta, huyendo del sonido que parecía morderles los cascos.

Tanto Francisco como Chebo sintieron las manos y los pies pesados y enormes y una opresión en el pecho que les aleteaba bajando hasta la boca del estómago. Mientras más corrían las bestias, menos sentían que avanzaban. Francisco volteó nuevamente la cabeza buscando a Chebo y entonces alcanzó a ver lo que les seguía: era un animal negro y lanudo, casi tan alto como la mula parda, robusto y fuerte. Tenía las orejas cortas y puntiagudas, la trompa larga y amenazadora y las patas terminaban en cascos semejantes a los de las cabras. Los ojos le centelleaban como un par de brasas, mientras galopaba pegado a Chebo, quien tenía los ojos desorbitados y la tez pálida y húmeda. Los dos hombres quisieron hablarse, animarse o pretender que nada sucedía pero las voces se les hicieron piedra en la garganta. Francisco empuñó su revólver pero al querer amartillarlo, éste no respondió. Sin mediar palabra, formando un eslabón con las miradas, ambos enterraron las espuelas en los ijares de sus monturas, hasta remontar la cuesta y empezar el descenso.

Mientras tanto, el padre de Francisco se paseaba nervioso por los corredores de la casa, mirando insistente hacia la entrada de la finca. No se explicaba qué demoraba tanto a su hijo. Según lo acordaron, debía haber salido de la costa desde hacía cinco horas, tiempo más que suficiente para haber llegado, así que envió a Juan Trejo a hacerles encuentro. El tiempo transcurrió lento y a las 12:00 de la noche, estando casi convencido de organizar una cuadrilla para salir a buscarlos, vio entrar a Francisco y Chebo. Con las caras demudadas, los cuerpos temblorosos y las voces atrancadas todavía, se apearon casi sin esperar a que las bestias hubieran parado de su carrera loca, casi reventadas por el sobre esfuerzo. Al nada más verlo, su padre sabía lo que sucedió. Colocó una frazada sobre los hombros de Francisco, mientras indicaba a Chebo que buscara otra en el armario; mirando a los ojos de su hijo, conectándose con el miedo ancestral que encontró en ellos, sólo alcanzó a decir el nombre -bajo para que el ente no lo escuchara- en una afirmación: "El Cadejo..." Y abrazó a Francisco, dando gracias por tenerlo en casa.

Afuera, Juan Trejo se revolvía en el pasto, después de su encuentro con un animal fuerte de negro pelo largo, orejas puntiagudas, trompa larga y cascos que sonaban como un tropel de caballos. Él no tuvo tanta suerte, el Cadejo lo encontró a pie y lo arrastró, quién sabe hasta dónde...

El trabajo nos alivia el dolor

A lo largo de mi vida -que no ha sido corta- he padecido de depresión en dos ocasiones y en ambas cuando ha sido cuando he estado desempleada.  Y es que para mí trabajar es vivir.  Sentirme productiva, invertir mi tiempo en algo útil, interesante y, además, que me reporte ingresos, es vital.A pesar de que la biblia dice que el trabajo fue dado por Dios al hombre en castigo a su desobediencia (Génesis 3:17 Y al hombre dijo: Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida.  3:18 Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo.  3:19 Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás) y a sabiendas de que hay muchos seres sobre esta misma Tierra que sienten que trabajar en realidad es un castigo, creo que somos más los que nos levantamos animosos por la mañana para cumplir con nuestras obligaciones diarias sean en el hogar, la escuela, una oficina, el campo, el arte, la medicina, ¡en fin!, en donde se nos ha dado la oportunidad de desarrollarnos o donde nosotros mismos hemos elegido hacerlo.

Si nuestro trabajo nos proporciona medios para vivir decorosamente, nos da satisfacciones profesionales y, además, nos refugiamos en él con alegría, podemos decir que aquella frase trillada de los 70's, "me siento realizad@", cobra vigencia.

Sin embargo, las estadísticas muestran que en Latino América los índices de desempleo suben y que los sub-empleos abundan, privando a millones de personas de los respaldos sociales básicos en el orden de seguridad, salud, recreación, educación.  No profundizaré en la calidad de vida que estos magros ingresos proporcionan, como tampoco diré que es prácticamente vergonzante.

Aún así, me maravilla el espíritu invencible -¿acaso el instinto de conservación?- con el que veo pasar por la ventana de mi apartamento a cientos de personas que madrugan día a día para acudir a sus labores.  Por ejemplo, veo a tres jóvenes mujeres que llegan al lugar que han elegido en una entrada del pequeño parque que queda enfrente de mi casa, en donde de 6:00 a 8:00 venden a los transeúntes desayunos ya preparados que los también laborantes consumen al paso o compran para llevar, bien empaquetados.  El padre de estas mujeres llega una hora antes, limpia el lugar, sitúa la mesa en donde se colocarán los alimentos y ordena las pocas sillas plásticas en donde se sentarán los parroquianos con el tiempo suficiente para detenerse allí, tal vez en lo que esperan el autobús que los trasladará a su destino.

Veo pasar a los repartidores de pan fabricado por las pequeñas y antiguas panaderías de barrio, haciendo equilibrio sobre sus bicicletas o motocicletas para evitar que caigan los enormes canastos rebozantes de pan francés o pan dulce, recién horneado.

Si me aproximo al centro histórico de mi ciudad y tomo la avenida que corre de norte a sur dividiendo la vieja ciudad en dos, veré a los cientos de comerciantes informales que van llegando, empujando o arrastrando los enormes bultos que contienen la mercancía que por la mañana desempacan y colocan con el mismo orden de cada jornada, para ser guardada por la noche y así, día a día, noche a noche, repetir la misma acción con la esperanza de terminar con esa entrega y adquirir otra para obtener las ganancias que necesitan.

Sea como sea, todos los rostros que veo presurosos por las mañanas y que miran hacia el frente con seguridad y ansiedad -esperanzados en que hoy las ganancias serán mayores que las de ayer y, con ello, saciarán la sed y el hambre en sus hogares, tal vez podrán completar la cuota para comprarse una cama nueva, quizás ajustarán la renta del cuarto en el que viven- forman parte de la población productiva de mi país.
Entonces, me pregunto, ¿por qué las personas que tenemos un trabajo serio -con respaldo y estabilidad laboral- no cumplimos con nuestras obligaciones, renegamos de nuestras actividades, discutimos porque no nos parece justo que el de más allá no está igual que nosotros (claro, ¡nosotros siempre nos sentimos peor!) o gastamos fuerzas y energías en "hacernos los locos" para no trabajar?  Quizás el no haber pasado por una crisis de verdad, no habernos dormido con el estómago vacío o pensando que al día siguiente deberemos ingeniarnos para llevar lo mínimo para nuestros hijos, nos haga ser insconscientes o ingratos con la vida misma; quizás hemos tenido la suerte de estar en un nivel de vida heredado por nuestros padres y nuestro esfuerzo no ha sido muy necesario, ¡la verdad no lo sé!

Creo que las palabras de William Shakespeare, "El trabajo nos alivia el dolor", nunca han sido tan antagónicas -verdaderas y justas, incongruentes y falsas- como en nuestros pueblos.  Los vientos de cambio deben soplar, deberemos abrir las ventanas y dejar que se lleven consigo las malas costumbres, los juegos sucios, las mentiras políticas, finalmente, la impunidad de nuestros países; cambios que deberán traernos justicia, orden social y por ende, paz.

martes, julio 13, 2004

Amor y aborrecimiento...

...no quitan reconocimiento.

Zury Ríos es la hija del General Ríos Montt. Además, diputada al Congreso de Guatemala desde hace tres períodos y lideresa del Frente Republicano Guatemalteco. Es una mujer de armas tomar, fuerte carácter y reconocida prepotencia, aparentemente involucrada en los disturbios del "Jueves Negro" que propició que en algunas ciudades de Guatemala activistas de ese partido invadieran las calles y algunos edificios, sitiando oficinas, rompiendo cristales a vehículos y ventanales, paralizando el tránsito por las principales arterias.

Debo reconocer que durante su desempeño como diputada por el Congreso, incluso siendo segunda Vicepresidenta al mismo, propició y logró que fuera autorizada y puesta en vigor la Ley Antitabaco de este país. Desde agosto de 2000 el Congreso de la República decretó una serie de regulaciones para la comercialización y consumo de cigarrillos exigiendo una leyenda de advertencia en los anuncios y empaques, entre otros, con sanciones de entre Q5 mil a Q100 mil.

Fueron publicadas en el diario oficial prohibiciones para evitar que los anuncios publicitarios de cigarrillos y bebidas alcohólicas sean transmitidos durante horarios de programaciones para niños y no antes de las 22:00 horas; en la publicidad que aparece en diarios y revistas guatemaltecos no se deberá colocar imágenes de personas fumando.

Está prohibido fumar en oficinas, hospitales, cines, supermercados, restaurantes y cafeterías -a no ser los que cuentan con área de no fumadores- así como en centros educativos y cualquier área cerrada en la que se reúnan varias personas.

Por supuesto, la industria tabacalera en este país trató por todos los medios de obstaculizar esta medida pero en reuniones maratónicas, apoyada por el entonces Presidente del Congreso, su padre, Efraín Ríos Montt, se aprobó la mencionada ley.

Tenemos ya casi cuatro años con la ley vigente y aunque eso no significa que las personas han dejado de fumar mágicamente, sí que la publicidad ya no bombardeará más a los niños y adolescentes, los más propensos a ser manipulados por esta industria inconsciente e inmoral.

Durante mi visita a América del Sur el año pasado, mientras hacía escala en Ezeiza para abordar el avión que me llevaría a Montevideo, compartí esos minutos con un grupo de adultos jóvenes entre los que se encontraba una linda muchacha uruguaya que despotricaba en contra de las leyes antitabaco que existen en la ciudad de EEUU en la que ella vive, manifestando su indignación porque le era vedado el derecho a fumar, sin darse cuenta que su derecho termina en el momento que éste agrede la salud y bienestar de otros.

Si quiero fumar, claro que podré hacerlo. Aunque claro, el mundo cada vez deja menos lugares para que lo haga y será mi decisión si quiero salir a fumar mis cigarrillos bajo la lluvia o la nieve -dependiendo del lugar en donde viva- dejando a salvo la salud de mi familia, amigos o compañeros de trabajo.

jueves, julio 08, 2004

Contando...

Uno
Una chica que, teniendo apenas dos años de vida matrimonial, sufre de violencia doméstica. El caso se remonta a muchos años atrás, cuando su padre hacía vivir un infierno -literalmente- a su madre y hermanos. Ahora la chica está repitiendo la experiencia, con el agregado de ser ella misma violenta. Los vecinos y amigos cercanos conocen la situación que, muy frecuentemente, los despierta por las madrugadas entre portazos, gritos y chillidos.

Dos
El semáforo cambia a rojo. Como de la nada, casi brotando del asfalto, aparecen 4 ó 5 niños que pueden tener entre 4 y 7 años. Ellas con el cabello sucio y despeinado, ellos pelados casi al rape. Cada cual desempeña su papel: uno hace malabares con tres naranjas, el otro tiene pintada la cara de payaso y hace algunos pases "de magia"; uno más se esfuerza por lograr algunos pasos de baile y otro más corre de carro en carro, tratando de limpiar los parabrisas. En esta esquina no hay escupefuegos todavía, todos son muy chicos. Muy pocas personas abren su ventana para darles alguna moneda, casi todos miran fijamente al frente, pretendiendo que estos niños no son, no están, no existen.

Tres
En los periódicos aparecen diariamente los casos de asaltos, violaciones, robos, asesinatos. Se recorre con rapidez cada nota y se busca el nombre de las víctimas, para saber si fue algún amigo o conocido. Cuando se localiza, se salta de una página a otra, sin detenernos a analizar lo que en realidad está sucediendo.

Y podría seguir enumerando, cuatro, cinco...

Estos casos pueden ser posibles en casi cualquier ciudad de América Latina, pero resulta que se dan en mi ciudad, en Guatemala. Y me sorprende ver cómo la asiduidad de ellos nos ha ido transformando en seres indiferentes a la violencia, a la pobreza, a la tristeza, al desamparo. De qué manera un rostro infantil dejó de provocarnos ternura para no provocarnos nada, en el menos malo de los casos, porque muy probablemente nos molesta ver a "los niños de la calle" que se nos acercan para pedir...

En qué momento perdimos la sensibilidad y las malas, terribles y violentas noticias de los diarios no nos conmueven, no nos asustan, no nos impelen a actuar, a buscar, a exigir que las cosas cambien.

Y de qué manera volvemos el rostro cuando la violencia anda cerca, probablemente en nuestro vecindario, en casa de nuestros amigos, tal vez en nuestra misma familia, pero por comodidad, por "evitarnos dificultades" nos callamos la boca, "nos hacemos los locos", y acá no pasó nada... hasta que lo que empezó por peleas domésticas termina en asesinatos violentos.

Para cambiar al mundo, primero deberemos cambiar nosotros mismos, hacia adentro, hacia nuestras conciencias y mentes. Nadie debería soportar hambre, violencia de ningún tipo, muerte por ninguna circunstancia a no ser la natural. Pero nos hemos convertido en piedra cuando lo que sucede no nos afecta a nosotros mismos directamente, y pareciera que nada nos mueve el piso.

¿Hasta cuándo?

lunes, julio 05, 2004

Misma vida, misma muerte

Viviendo así, a dos manos, en dos mundos paralelos y totalmente diferentes en cuanto a raíces y costumbres, teniendo el contacto permanente con los dos hemisferios latinoamericanos, es como más fácil darse cuenta que, a pesar de las inmensas y enormes diferencias, nos unen y hacen solidarios en nuestro diario vivir los ingredientes de esta materia prima de la que estamos hechos unos y otros y que nos caracterizan como seres pensantes y dueños de nuestro libre albedrío.

Ahora que allá, en el lejano sur están atravesando por la experiencia de las elecciones y que he podido profundizar un poco más en los gustos e inclinaciones de muchos uruguayos en cuanto a la corriente política a seguir, he identificado algunas reacciones que también nosotros, vivientes en el istmo y al calor permanente y eterno de nuestra tierra, también tenemos.

A la emotividad de los discursos políticos y con la necesidad de creer en alguien, nos hemos dejado llevar por el que hable más y mejor; por el que nos diga lo que queremos oír, aunque eso no signifique lo más conveniente para nuestra patria. "Se han juntado el hambre con las ganas de comer" y así, muchos hemos dado nuestra mano y nuestra confianza a algunos políticos astutos y avezados, que jurando hacer cambios estructurales en nuestra nación, no han pasado de hacer cambios de cuenta a los fondos del Estado.

Es imperante la necesidad de abrirnos el corazón y la mente para voltear las cosas y tal y como decía una canción de hace décadas, "el que no cambia todo, no cambia nada". Tal vez si nos cayera una epidemia de políticus vistus, políticus muertus podríamos salir adelante, haciendo que gente brillante, limpia de mente y manos pudiera trabajar en estos cambios, pero esos milagros ya no existen, desafortunadamente.

Es muy difícil creer en algo etéreo e intangible cuando se tiene el estómago vacío, cuando las fuerzas flaquean y se escucha llorar a nuestros hijos en un rincón de la casa; algunas fuerzas políticas hacen caso omiso de esta realidad pero tienen la suficiente verborragia para convencernos de sus "sanas" intenciones, pero las cosas no cambian. Sumemos a la pobreza la ignorancia -la falta de instrucción y conocimientos- y el cocktail está casi listo. Sólo falta el temor al cambio para completar la receta y así se repetirá la misma historia de décadas de explotación e impunidad.

Creo sinceramente que lo que falta en algunos de nosotros es la valentía de encarar la realidad que vivimos y trabajar por modificarla. Dejar a un lado nuestra tradición familiar de siempre, la que nos hace permanecer dentro de nuestra cómoda y confortable caparazón pero que, finalmente, nos tiene condenados a la muerte lenta porque todo cambia y quien no se sube al tren del cambio, se queda parado a la vera de las líneas, viendo pasar la vida.

Ya sea una corriente política de siempre o una novedosa, lo importante es que nos brinde la oportunidad de cambiar. Por nuestro bien y el de nuestras patrias. Para no vivir la misma vida, ni morir la misma muerte.

A tus ojos color del tiempo

En aquella montaña verde e inmensa, llena de viento puro y sol brillante, lejos del ruido de las ciudades y de las mentes modernas, allá en la cumbre, en donde parecía que el tiempo se hubiera detenido, allí vivía Segundo Ramírez. Hijo mayor de Candelario Ramírez y Ramírez, llegado a esa montaña hacía más de cincuenta años siendo apenas un niño junto con sus hermanos Juan y Fabián, cuando Rosenda y Mariano -sus padres- decidieron montar las mulas y dirigirse al interior de esa tierra nueva, en sentido contrario a la ciudad.

Pues bien, Segundo era hermano de Cecilio y ambos ayudaban a su padre a arar la tierra, bajo el cielo azul y radiante. Las pieles blancas con las que nacieron se habían curtido con el sol de cada día, de cada mes, de cada año y ahora eran mieladas y resistentes; a pesar de tener los ojos claros y el cabello dorado, no se sentían extraños en la aldea, eran tan nativos como el que más.

Con 18 años cumplidos, Segundo sufría pensando en el momento que llegara la patrulla del ejército y lo llevaran a la fuerza para cumplir los dos años de servicio militar obligatorio. Por eso prefería trabajar cerca de su padre, quien siempre estaba atento a los intrusos y él suponía que evitaría su partida.

Y fue así como una mañana, mientras trabajaban juntos, vieron pasar la comitiva: el tío Fabián iba acompañando a las monjitas que llegaban año con año a trabajar con los habitantes de la aldea. Les enseñaban a leer y a escribir, a las mujeres les daban clases de costura, de cocina, les enseñaban cómo mejorar la crianza de los niños y a mantener limpia la casa. Los ojos verde-amarillos de Segundo se fueron detrás de una de ellas, jovencita y blanca como una nube, con unos ojazos oscuros llenos de curiosidad y alegría. No se animó a decirle a su tata que el corazón le dio un vuelco cuando la miró, pero en cuanto llegaron a su casa, corrió a contárselo a Cecilio. Y juntos decidieron acercarse a la escuela para verla de cerca.

Mientras tanto, Rosa no cabía de contenta. Había decidio acompañar a las monjas durante esas vacaciones y conocer de cerca la realidad de su país. Nunca había imaginado que se sentiría tan identificada con la tierra, con el aroma del pasto, de los eucaliptos y de la leche recién ordeñada. Bajo su óptica de chica citadina, aquello era asombroso y si en algún momento sus padres pensaron que se aburriría y volvería antes del tiempo establecido, se habían equivocado totalmente.

Transcurrieron algunos días y Rosa tenía muchas tareas por cumplir y a su tiempo libre le jugaba la vuelta. Decidió ayudar en la alfabetización de hombres, que se hacía por las tardes, después de la cena. Todos ellos -jóvenes y no tanto- de las treinta y cinco familias de la aldea, se dirigían desde los cuatro puntos cardinales hasta la pequeña escuela para practicar su escritura. A Rosa y a su compañera Raquel les asombraba ver aquellas manos duras y callosas empecinadas en tomar los lápices y practicar: óvalos, óvalos y más óvalos, mientras los ojos de los practicantes brillaban con una mezcla de satisfacción y esfuerzo.

Al concluir las clases, dos horas después, todos se dirigían a la casita que ocupaba el grupo de mujeres; cuando llegaban, ya los más jóvenes habían encendido una enorme fogata en el espacio abierto que quedaba frente a la pequeña capilla y durante un buen rato todos, hombres y mujeres, se reunían para jugar rondas infantiles alrededor del fuego. El calor ancestral parecía unirlos a todos en un solo movimiento, en un solo sonido, en un solo sentimiento. Después de un rato, se despedían y volvían a sus casas para descansar.

Allí, alrededor de la hoguera, quedaba un grupo de adolescentes que se esforzaba por conocer más a Rosa y a Raquel, así como a sus otras dos compañeras. Las monjas se retiraban entonces a descansar, haciendo la recomendación de no desvelarse... demasiado. Fue así como Segundo consiguió hacerse notar por Rosa. Poco a poco, cada noche, mientras jugaban o cantaban acompañados por Daniel, el amigo, y su vieja guitarra, los ojos oscuros de ella vieron más y más los verde-amarillos ojos de Segundo contrastando con su piel de miel. Cada tarde, cuando iba hacia la escuela, no pensaba en otra cosa que en el momento de volver a la hoguera, para sentarse a su lado y ver sus ojos.

Así pasaron las semanas y, finalmente una noche muy fría, mientras todos los jóvenes contaban historias para que las citadinas aprendieran a admirarlos, Rosa deslizó la mano por debajo de su poncho y encontró la callosa mano de Segundo, haciendo que él volteara a verla con asombro e incredulidad. Los suaves dedos de ella conocieron las grietas y rudezas de las palmas de las manos de él y su corazón se llenó de ternura. Conocía a muchos chicos, allá en la ciudad, que a esa edad no habían hecho nada en su vida, ¡nada! Y este maravilloso ser, dulce y tierno, fuerte y vital, conocía el rigor del trabajo desde niño y lo asumía con responsabilidad y orgullo. Se enamoró en ese mismo instante, pero ambos guardaron muy bien el secreto frente a los demás. Sólo Cecilio lo supo.

Los días y noches volaron y llegó el final de la temporada. Todos los involucrados en el programa estaban meditativos, evasivos y ensimismados. Nadie quería tocar el tema del adiós. Así, como al vuelo, Fabián mencionó que habían visto varias veces a desconocidos merodeando por la aldea, que era gente extraña, campesinos algunos, pero "los que mandan" no. Y que el ejército también andaba por allí, recogiendo jóvenes para el servicio. Candelario se preocupó por sus hijos y decidió que ellos no acompañarían a las monjas cuando retornaran a la ciudad, no quería correr riesgos. Sin saberlo, Rosa y Segundo habían hecho planes de viajar juntos durante el recorrido de la aldea hasta el pueblo, con la esperanza de retrasar la separación. De cualquier manera, él la buscaría en cuanto pudiera.

La mañana de la salida, a Rosa se le secaron los ojos del esfuerzo por encontrar su figura viniendo hacia la capilla, que era allí en donde estaban todos despidiéndose. El corazón le latía con fuerza y quería pedir que la dejaran ir a buscarlo, pero sabía que sería muy mal visto por las monjas, de tal manera que llegó el momento de subir a los caballos... y Segundo no aparecía. Alguien le acercó las riendas de una yegua blanca y joven y ella la recibió sin mirar; montó y cuando jaló suavemente la rienda para enfilar hacia la salida, se dio cuenta que era Segundo quien estaba allí, paralizado y sin saber cómo decirle que no la acompañaría. Finalmente, sacó fuerzas de flaqueza y le contó que Candelario no quería que saliera porque era peligroso, pero que iría a buscarla pronto a la ciudad. Le acercó una servilleta de colores en donde su madre le enviaba pan de maíz, dulce y amarillo. Y con un fuerte apretón de manos y el corazón en la mirada, se despidieron. Rosa no articuló palabra, tuvo mucho temor de que los demás se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo entre los dos.

Pasaron los meses y Rosa se integró totalmente a la vida en la ciudad. No hacía sino recordarlo. Una mañana, yendo en autobús para su trabajo, se encontró con uno de los aldeanos y no pudo evitar preguntar por los queridos amigos. Le contaron que, al poco tiempo de salir ellas de la aldea, llegó un destacamento de soldados que buscaba guerrilleros. Al no encontrarlos allí ni conseguir que nadie los delatara, pensando que todos eran traidores, mató a muchos de los hombres del lugar; sólo él y otro anciano corrieron con suerte y quedaron vivos... Mientras Rosa escuchaba sentía que el alma abandonaba su cuerpo y cada vez se hacía más y más pequeña frente a sí misma; el dolor la atravesó totalmente mientras intentaba no escuchar: "¡...también Segundo se murió, seño...!"