lunes, noviembre 20, 2006

El don más preciado


La semana que hoy termina experimenté dos hechos interesantes que me hicieron reflexionar acerca de la libertad. Esa condición de la que gozamos normalmente en este lado del planeta, que viene atado al dedo pulgar del pie de nuestro espíritu cuando nacemos y que nos acompaña durante nuestra existencia, a veces agazapada para salir a la luz cuando la descubramos, a veces radiante desde nuestros primeros años (depende de la educación que nos den nuestros padres); las menos, escondida debajo de nuestros prejuicios si no logramos barrerlos y echarlos fuera de nuestros días para aprender a disfrutar la vida y vivirla al máximo, con responsabilidad y alegría.

Desde que tengo memoria, en mi familia se ha hablado de los efectos que la Segunda Guerra provocó en la vida de las generaciones que la experimentaron, aún en estos países lejanos. Quizás por esa razón y por el cansancio provocado por los miles de veces que he leído, visto, escuchado acerca del holocausto judío -que ya sabemos, no fue exclusivo de ese grupo humano- me resistí a leer nada referente a Ana Frank. Las desgarradoras historias de Auschwitz-Birkenau que encontré en algunos libros sobre el tema, así como las variadísimas documentales pasadas por la televisión, llenaron mi mente a ese grado. Sin embargo, hace unos días, por "causalidad", llegué hasta la página http://www.anafrank.org/content.asp?pid=1&lid=4 y decidí entrar en ella y leer, sin obstáculos ni prejuicios, lo que tenía para ofrecerme.

Quedé muy satisfecha. La historia -que asumo que la mayoría conocen- que tiene como telón de fondo uno de los más terribles actos que la humanidad ha tolerado -no el único pero sí el más publicitado- pero que realza la adaptabilidad de esta misma humanidad a situaciones inverosímiles por lograr la supervivencia y sacrificando el maravilloso don de la libertad. Volviendo a la presentación de la historia de la Familia Frank y su experiencia, me gustó el mesurado estilo para relatarla, sin agudizar los martirios, sin provocar lástima ni manipular a la opinión del lector como en otros casos -de este mismo tema- he encontrado. El enemigo es eso: el enemigo. No está demonizado sino visto desde la óptica real de las circunstancias. Pero, sobre todo, insisto, me hizo profundizar en la pérdida de la libertad de salir al sol siendo lo que se es, respirar el aire puro, beber un vaso de agua limpia, caminar y sonreír, en fin, no poder vivir una vida digna por el simple hecho de pertenecer a una raza diferente, de practicar una religión distinta, de vivir en base a otros valores.

El segundo hecho que experimenté fue ver la película "Gracias por fumar". Habiendo sido fumadora y teniendo la convicción de que este hábito -o vicio, pienso que depende del grado de adicción- provoca serios daños a la salud del que lo padece y de los que lo acompañan en la vida, soy simpatizante de los movimientos que promueven el abandono del tabaco en todas sus formas. Creo que es importante la información acerca de los riesgos que se corren al fumar, así como pienso que nadie tiene por qué soportar el humo de segunda que los fumadores generan tranquilamente sin tener conciencia del terrible daño que producen al ambiente... y a los pulmones de los otros parroquianos.

Sin embargo, no estoy de acuerdo en las prohibiciones radicales ni con la coerción de los actos de las personas que desean fumar, que disfrutan tremendamente mientras consumen un cigarrillo acompañado de una taza de café, de un trago o de una conversación agradable. O de nada, simplemente, el puro gusto de fumarlo. Porque es su propia decisión y cada cual tendrá que hacerle frente al resultado de haber consumido miles de dólares en humo que se queda impregnado asquerosamente en los pulmones y que ensucia las paredes, los muebles, la ropa, el cabello...

Pero... y acá está el más valioso pero de todos, lo más importante es el respeto a la libertad individual de los seres humanos. Si alguien quiere envenenarse fumando, que lo haga. En solitario, encerrado en su ambiente o en donde no provoque daños a la libertad de los que desean mantenerse lejos de los agentes cancerígenos y que prefieren morir de otra enfermedad, accidente o vejez.

Por supuesto, no podemos decir que las generaciones pasadas hicieron uso de esa misma libertad que usamos hoy, pues ellas no tuvieron acceso a la información que hoy tenemos accesamos, porque no se contaba con todos los resultados de incontables estudios o porque les fue vedada o escondida. Hoy por hoy encontramos sobre la mesa todos los datos que son útiles para decidir, CON ENTERA LIBERTAD, lo que deseamos hacer.

Y de eso se trata. Libres para decidir cómo pensar, hablar, escribir. Libres para disfrutar de nuestra sexualidad, de nuestra locomoción, de elegir el trabajo que nos agrada. Libres para maquillarnos, para vestir como se nos dé la gana, libres para engendrar y tener la pareja que nos haga felices. Libres, al fin, para vivir.

Y claro, haciendo nuestro este maravilloso lema: "El derecho al respeto ajeno, es la paz".

lunes, noviembre 06, 2006

Los imposibles posibles


Cada ser humano tiene sueños. Algunos tan -según cada uno- irrealizables, que están escondidos en la gaveta más recóndita de nuestra mente. Algo que siempre hemos deseado hacer, que nos ilusiona cumplir, pero que por algún motivo, se ha hecho cuesta arriba realizarlo.

A veces es, simplemente, conocer a un personaje importante. Arriesgarnos a acercarnos a él o ella cuando lo encontramos en el mismo supermercado y está allí, al alcance de nuestros dedos; lo vemos y nos damos cuenta que es un ser humano igualito a nosotros, que tiene las mismas necesidades y gustos evidentes en su carreta de compra. Pero si no aprovechamos ese único instante que la vida nos regala, la oportunidad se irá rodando y chirriando con las ruedas del carrito.

Durante la semana, mientras hacemos frente al cúmulo de trabajo y la presión de los tiempos que debemos cumplir, cerramos los ojos y nos trasladamos, por segundos, a nuestro lugar ideal. Puede ser la montaña que te gusta escalar, la playa en donde asolearte o la placidez del lago que nos transmite paz. Soñamos con salir corriendo para allí, para descansar y recargar las pilas, pero no nos animamos a hacerlo... Y los dientes nos seguirán rechinando por la falta de valor para hacer realidad nuestro deseo de salida.

Vemos a nuestro alrededor que los principios desaparecen, que nuestra lista de prioridades se vuelve obsoleta, que los políticos nos decepcionan, que el mundo parece estar contaminado por virus y bacterias antes nunca vistos, pero no hacemos nada más que quejarnos y acomodarnos para que nadie nos moleste.

Evitamos sacar la cabeza por encima del montón, no vaya a ser que nos noten y perdamos nuestra gris apariencia de mediocridad. No tenemos el empuje necesario para gritar ¡Basta! y dejamos hacer, dejamos pasar...

Si algo nos molesta, de verdad, habrá que levantarnos y hacerlo notar. Cambiar las reglas del juego, empezando desde adentro de nosotros mismos, hacia nuestras familias, nuestros amigos, nuestros trabajos. Y así, la onda concéntrica irá moviéndose y tocando cada vez a más personas. Se irá haciendo notorio que con nosotros la cosa es diferente. Que somos amigos de todos, pero que no vamos a tolerar corrupción, engaños, mentiras y deslealtades. Congruencia y coherencia en nuestra vida.

Pero si no somos capaces de dar ese paso, no nos quejemos. Estaremos para siempre nadando en el fango de la comodidad mediocre, hasta la eternidad.

Entre dos aguas


Mientras asistía a clases en un colegio laico y privado de esta ciudad, allá en los 60's, mi único -y, probablemente, más importante- contacto con la realidad en mi país, en el interior, eran nuestras temporadas en la finca de mi abuelo, en el lejano Coatepeque, allá en la costa sur del país. Cada fin de año escolar, que acá coincide con el fin de año calendario, nos alejábamos del "mundanal ruido" para gozar de la compañía de nuestros primos y del amor de nuestros tíos.

No nos molestaba para nada que en nuestra estadía cambiaran algunas reglas del juego y que la vida fuera diferente a la que llevábamos en Guatemala. En "Dalmacia" no teníamos instalación de energía eléctrica de la empresa que suministraba el servicio en el país, sino que nos la proporcionaba un dínamo que estaba instalado en la parte posterior de la casa y al que estaba terminantemente prohibido acercarse. Recuerdo que algunas veces nos acercamos a la caseta negra y dimos vuelta alrededor, queriendo ver lo que había adentro, pero de allí no pasaron nuestros intentos: por aburrimiento y falta de posibilidades de entrar. O, quizás, un temor agazapado disfrazado de otra cosa.

Nuestros tíos nos mantenían ocupados -a los siete enanos- con muchas actividades propias del campo: ir a ver la ordeña, presentarnos a Natividad (una ternera que nació el 25 de diciembre de algún año que pasamos las fiestas allí), ir a caminatas interminables hasta el nacimiento del pequeño río sin nombre que atraviesa Dalmacia y, de paso, al puente con techo que llamaban puente Primavera; por las tardes, tratando de encontrar calma y respiro después de correr toda la mañana, nos sentábamos debajo de un enorme tamarindal y, alzando nuestras pequeñas manos, cortábamos las vainas dulce-ácidas que comíamos con calma hasta que nuestras bocas se cortaban. Cuando el clima era benigno, tía Ruth nos llevaba hasta la loma cercana a la línea del tren y nos quedábamos sentados esperando que pasara: al grito de ¡Allá viene!, nos levantábamos para verlo pasar moviendo la tierra y haciendo que entrecerráramos los ojos por el viento y el polvo que nos hacía arrasarlos, pero que forzábamos a abrir para ver a los pasajeros decir adiós con la mano y nosotros hacer lo mismo, alzando los brazos y gritando de emoción. Luego volvíamos a la casa llevando copales a los que la tía sacaba "el chicle" para que nos entretuviéramos mientras cocinaban la cena a la luz de los candiles, en la enorme estufa de leña, porque el dínamo casi siempre estaba fuera de servicio.

Nuestras noches se hacían cortas antes de ir a la cama, pues tío Paco nos entretenía con cuentos contados una y mil veces, historias todas que nos arrancaban carcajadas. A veces cambiaba la tónica y eran "historias de miedo" que escuchábamos atentos y silenciosos, mirándonos unos a otros sin mover nada más que los ojos. Recuerdo muy bien la noche en que, después de una sesión de este tipo y habiéndose ido los adultos al cine en el pueblo, nos quedamos en nuestras camitas, sin hacer ruido. El sonido de cadenas sobre el empedrado del patio trasero de la casa nos levantó curiosos y asustados, pero no llegó a darnos el valor para abrir las ventanas y ver lo que lo producía. Hasta hoy, cuando con mis hermanas y primos tocamos el tema, sólo nos preguntamos: ¿Te acordás de las cadenas, qué sería? Y aunque con risas de adultos, ninguno tiene la respuesta.

Íbamos con frecuencia a visitar "la ranchería", que así llamábamos al grupo de ranchos de paredes de bajareque y techo de palma, que era lo que se usaba en aquellos tiempos. Los ranchos con una o dos ventanas, colándose la luz entre las delgadas paredes, con piso de tierra y de muy reducido tamaño, se convirtieron en nuestras mentes en algo "normal". Sin embargo, debido a que el clima en esta región es cálido, el material es bastante usado y cómodo.

Más adelante, durante la adolescencia y la llegada de la conciencia y los ideales, muchas veces me avergoncé de la precaria manera de vivir de los campesinos en la finca. Lo que para mi familia materna era normal, para la familia de mi padre era algo que debíamos cambiar. La comodidad de nuestra vida nos facilitaba ver que los desposeídos de todo, en este país, tenían probablemente dos piezas de ropa nada más, que los niños no asistían a la escuela porque ayudaban a sus padres en el campo, que sus alimentos eran maíz, hierbas, chile y frijol y, cuando eran "más afortunados" y poseían una gallina, los huevos formaban parte de la dieta.

De esta manera, la comparación entre las dos partes se materializó en mi mente. Y aunque los recuerdos de mi niñez siempre son dulces, la realidad del interior ha sentado bases firmes para desear un cambio que es vital para que este país camine hacia un mejor futuro. No creo que quitar a unos lo suyo, ganado con esfuerzo, sea el remedio; creo en la justicia de la remuneración por el trabajo realizado; creo en un Estado que coordine, vigile y haga cumplir; creo en la formación de conciencia en nuestra niñez citadina, que cree que lo normal es tener celular a los siete años o comer hamburguesas y papas fritas todos los días, de tal manera que más adelante se ocupe de trabajar a conciencia para engrandecer el país.

¿Tarea fácil? ¡Para nada! Empieza en casa. Y probablemente sea el lugar más difícil y más llevadero para propiciar los cambios.