miércoles, agosto 24, 2005


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LO NUESTRO

Durante nuestra niñez, mis hermanas, primos y yo pudimos experimentar la cercanía con el campo y sus encantos debido a que, durante las vacaciones de fin de curso, viajábamos hacia la costa sur de mi país para pasar los dos meses más esperados en nuestras mentes y almas de niños.

Cada fin de año -las vacaciones de clases son de noviembre a enero- gozábamos del maravilloso clima de esa temporada, que es cuando no llueve y la temperatura baja unos cuantos grados en todo nuestro territorio; en Coatepeque, situado en el sur-occidente de Guatemala, se mantiene a unos 28° C durante el medio día, aunque en las madrugadas bien puede bajar hasta unos 12. Mi alegría era doble pues para esos años mi padecimiento de asma mejoraba notoriamente con el cambio de ambiente, ya que la polución en esos parajes es inexistente aún hoy, amén de que la presión de las clases y cumplimiento de horarios desaparecía por completo.

Todos estos componentes abrieron mis ojos mentales hacia cosas que, probablemente, muy pocos niños de la ciudad podían conocer. Fue así como se instalaron en mi memoria los aromas maravillosos de la flor del árbol de la cruz, que crecía a la par de la iglesia; también el de las vainas de tamarindo recién cortadas, allí nomasito al alcance de nuestras manos, mientras sentados sobre el pasto y a la sombra de las enormes ramas, comíamos la pulpa dulce-ácida de la fruta hasta lograr que nuestras lenguas se cortaran. Casi ningún aroma es más fuerte en el recuerdo que el de la tierra mojada, empapada después de un fuerte aguacero de un par de horas y que, al escampar, nos acompañaba en la carrera entusiasta hacia la carretilla de helados que aparecía infaltablemente todas las tardes a eso de las cinco.

Otros recuerdos, como el del ganado volviendo de los potreros para ser guarecido en el toril; el de un coco recién cortado por Pedro, abierto a golpe de machete y bebido con avidez infantil; o el aroma de la flor de corozo, entre dulce y pegajoso.

Los desayunos familiares -típicamente chapines- están presentes también, con su rimero de tortillas de maíz amarillo, pequeñas y suaves, acompañando huevos frescos revueltos, frijoles colados, crema y queso fresco...

Habiendo nacido dentro de la tradición católica, celebrábamos la fiesta de la Virgen de Candelaria el 2 de febrero de cada año. Además de participar un poco a regañadientes en los rituales religiosos, disfrutábamos del baile de la Conquista, una tradición que todavía se vive en algunos lugares de la república aunque no con tanta frecuencia como en aquellos años. Los compases de la marimba, sazonados con el "shic, shic" de los chinchines*, resuenan fuerte en los oídos de mi alma.

Estos y muchos más son los ingredientes que forman parte de mi identidad, la que fui reforzando a través de las verdes y altas montañas, meditando en las orillas de Atitlán, corriendo sobre la arena negra y calentísima de las playas del Pacífico... A pesar de las fuertes influencias foráneas, que han bombardeado nuestras mentes a través de radio, tv y revistas, nada mejor que las vivencias, las experiencias directas atadas a dulces recuerdos para cimentar el amor por lo nuestro.

* maraca o sonaja hecha de un tipo de calabaza pequeña pintada de negro con adornos de colores.

domingo, agosto 14, 2005


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LA CLAVE

No es fácil. Nunca lo ha sido y jamás lo será. Por más que leamos, hablemos, indaguemos, hay algo allí, dentro del pecho que no responde racionalmente. Tenemos el temor a lo desconocido tan metido en la piel, tan arraigado en nuestra mente, tan aferrado "al corazón", de generación en generación saltando con nuestra memoria colectiva, que no logramos erradicarlo.

Curas, brujos, pastores, todos tratan de convencernos que del otro lado nos espera algo mejor, siempre y cuando hayamos sido buenos en éste; pero si nuestra conciencia se remueve incómoda, el temor se hace más grande porque pensamos que a lo mejor no nos va tan bien cuando partamos.

Independientemente de lo que podamos pensar, sentir o creer de nuestro propio paso "al otro lado" - desconocido y envuelto en una tremenda nebulosa- sí podemos identificar lo que sentimos cuando el adiós de un ser amado se aproxima.

Y la lucha entre la razón y la emotividad es constante, permanente, sobre todo si está sufriendo una enfermedad larga o dolorosa, si sus capacidades están limitadas o han desaparecido, si su vida dejó de serlo para transformarse nada más en una existencia dependiente, tal vez sin ninguna respuesta a los estímulos exteriores, una permanencia forzada por los medicamentos, equipo médico y el egoísmo de los parientes.

Sin embargo, existen otros casos. Los que llegan al final sin enfermedad física visible, probablemente sólo el deterioro lógico de la edad. Los que conservan la mente lúcida, que solamente tienen olvidos que primero asombran a los demás pero que después se van aceptando mansamente. Los ancianos que se van apagando, como una vela, momento a momento; los que piensan que ya lo vivieron todo, que su tiempo terminó y sólo esperan el final.

Y aunque el amor debiera ser lo que guiara nuestros días y relación con ellos, a veces la soberbia o egoísmo nos endurece, haciéndonos pretender que nuestros viejos respondan de la misma manera en que solían hacerlo cuando fueron jóvenes, cuando ellos nos enseñaron y formaron para que fuéramos lo que hoy somos.

Tomarles la mano, hablarles calmadamente, detener nuestra prisa diaria y dedicarles unos minutos de conversación, mirarlos a los ojos y sonreír... ¿qué nos detiene? Es justamente lo que ellos están esperando, lo que desean, lo que necesitan. Saber que sus vidas no han transcurrido en vano, que el amor que nos dieron tiene respuesta, que cuando pasen a donde sea que vayan no estarán solos. Que nuestro amor les hará menos difícil el momento, que su recuerdo dulce acompañará nuestros días y noches de desvelo.

El amor es la clave. Y ese amor que hoy les demos, será el mismo que recibiremos cuando llegue nuestro momento.

lunes, agosto 08, 2005


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FUMO O NO FUMO

Empecé a fumar a los 17 años. En aquella época hacerlo era, según nuestra visión, una señal indiscutible de "madurez", de tener mundo, de ser autodeterminadas. Además, nadie nos había dicho que podíamos enfrentarnos, con el tiempo, a unas cuantas complicaciones en la salud y jamás atamos que el cáncer del que fallecían nuestros amigos, parientes y conocidos, podía ser provocado por el cigarro (como les llamamos acá a los cigarrillos).

Mi padre siempre nos contó la historia de cuando mi abuelo le dijo, siendo papá adolescente, que si quería fumar lo hiciera al ganarse sus propios quetzales (nuestra moneda) para comprar su vicio. De esa misma manera lo hice yo: el primer paquete de cigarros lo compré al recibir uno de mis primeros sueldos y me sentí muy satisfecha cuando mi padre me vio encender un Diplomat con mirada entre benevolente y triste, haciéndose de la vista gorda cuando mi pulso tembló mientras su encendedor se acercaba a mi cigarro.

Nunca llegué a comprar un cartón completo (paquete de 20 cajillas), porque mi consumo no pasó de unos 2 ó 3 cigarros a la semana... salvo mientras duró mi exilio, que fumaba dos cajillas diarias, en maravillosa compañía de mis amigos lacacinos. No sabía que estaba en uno de los países considerados como de más alto índice de fumadores pero tampoco me preocupó mucho la noticia cuando la leí en una Selecciones del Reader's de 1982.

Tuve temporadas largas en que mi organismo sencillamente repudiaba el tabaco y me alejaba de él sin mayor esfuerzo. Cuando volvía a la carga era porque había estado en alguna reunión social y entre risas y conversaciones o, tal vez, alguna discusión interesante, alguien me había extendido un cigarro y yo, sin más, lo aceptaba sin pensarlo mucho.

Decidí dejar de fumar cuando noté que a cada cigarro que fumaba, aparecían pequeñísimos derrames en los dedos de mis manos. Y allí empecé a buscar información.

Con el tiempo, haber dejado de fumar me devolvió la agudeza del olfato, los sabores se volvieron fuertes y profundos y el humo de los otros fumadores, compañeros antiguos, empezaron a serme molestos.

De ser una fumadora activa, me convertí en una fumadora pasiva... y no me agrada. Comparto totalmente la idea de que cada quien se mata con su propia mano, pero no acepto morirme por mano de los demás.

Por eso apoyo las leyes antitabaco. Por eso me siento bien cuando me entero que en tal o cual restaurante, cafetería o local de fiestas, no se puede fumar. Me gusta que no se pueda hacer en las oficinas -públicas o privadas-, en los supermercados, farmacias, cines o cualquier otro lugar en donde se reúnan niños y adultos que no desean ver amenazada su salud por el egoísmo y la irresponsabilidad de gente que, como yo hace algunos años, sólo desea satisfacer su gusto inmediato sin preocuparse por su propia salud o la de sus semejantes.

lunes, agosto 01, 2005


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De tanto ver, sentir, oler y escuchar, damos por hecho y por sentado que todo lo que nos rodea, todo lo que experimentamos y enriquece nuestras vidas, existe de la misma manera en cualquier otra parte del mundo. A menos que la curiosidad nos obligue a que analicemos, indaguemos o investiguemos, no podremos aprender que el mundo está rebozante de experiencias para regalarnos y que, así viviéramos mil años, descubriendo una nueva cada día, no nos alcanzaría el tiempo para vivirlas todas.

Hace veinte, treinta o cuarenta años, durante la adolescencia, no podíamos ni imaginar todo el maravilloso mundo que había fuera de las fronteras de nuestros barrios o colonias; cada persona que conocíamos nos parecía fabulosa -salvo algunas tristes excepciones- pero nos impactaba mucho más si llegaba a nuestro círculo alguien con un acento diferente, con ojos azules o cabello color paja.

La música que escuchábamos era la que nos llegaba por las emisoras locales; claro, toda debidamente elegida por el gusto del mandamás de la disquera dominante, por lo que desconocíamos la riqueza que podía haber en los gustos armónicos de otros países que no fueran nuestros vecinos del norte.

Cuando un amigo, pariente o conocido volvía de algún viaje al exterior, escuchábamos embelesados sus cuentos acerca de lo que había visto, comido o escuchado; con toda nuestra imaginación tratábamos de acercarnos a la realidad vivida por el viajero, a sabiendas de que probablemente nunca conoceríamos a ciencia cierta la realidad que nos relataba.

Muy pocas personas sabían que en Uruguay se toma mate, que en Bogotá se come bocadillo beleño -trocitos de queso campesino con dulce de guayaba- o que en Guatemala se comen tamales negros (con salsa dulce de chocolate).

Las modas de estación llegaban a nuestras ciudades siempre con retraso y las películas en el cine ¡ni hablar!

Ésta es una de las maravillas del tiempo que nos ha tocado vivir, a pesar de que ya vivimos más de la mitad de nuestras vidas. La tecnología nos ha permitido acortar distancias, ver con ojos nuevos lo que existe desde siempre, lo que antes sólo imaginábamos ahora lo disfrutamos desde la comodidad de nuestra sala, a colores y con sonido surround.

Si en algún momento nos asalta una duda, no tenemos más que conectarnos a internet y el buscador nos desplaza muchas opciones para aprender y dilucidarla. Las noticias que antes probablemente no llegaban sino por el "boca en boca", ahora ocupan las páginas de casi todos los diarios del mundo, haciéndonos partícipes de la alegría, el terror o la tristeza.

¡Y cuánto más conocerán nuestros hijos o nietos! Como en los sueños de Bocha, probablemente serán colonizadores de otras galaxias y nosotros, desde sus recuerdos -o en otra dimensión- disfrutaremos de cada nueva conquista del maravilloso género humano.