sábado, mayo 10, 2014

CONTIGO APRENDÍ


Ser madre es la experiencia más fuerte, más importante, más profunda que puede vivirse. Cuando se experimenta con alegría y con amor, nada puede compararse con ella. Pienso que, al contrario, llegar a ser madre sin desearlo o debido a un acto de violencia o maldad, provocará sentimientos profundos pero oscuros, probablemente negativos, que mi mente y alma no pueden comprender pero sí imaginar.
Tuve una madre que, siempre lo dijo, deseó ardientemente serlo. Desde el primer momento -en el medio del amor apasionado y delirante que mi padre y ella sintieron el uno por el otro cuando decidieron huir para casarse- su instinto maternal prevaleció y triunfó sobre circunstancias adversas que, después de una serie de procedimientos médicos, le permitieron engendrar. Ella relataba con orgullo que habría tenido ocho hijos, de los cuales solo nacimos y sobrevivimos cuatro, todas mujeres.
Esa circunstancia, la de compartir el género, fue valiosa y muy importante pues representó poder criarnos y lograr que fuésemos, en alguna medida, las mujeres que ella soñaba formar, una extensión de las enseñanzas de su abuela y su madre.
En un hogar con cuatro niñas, las cosas son diferentes. Éramos bulliciosas, conversadoras, muy diferentes unas de otras, pero todas girando alrededor de mamá, queriendo imitar su belleza, su dulzura y su dominio en las diferentes actividades de la casa.
Mientras llegábamos y atravesábamos por la adolescencia, ella se empeñó en que, además de lo que aprendíamos en el colegio, debíamos aprender todos los oficios y tareas de la casa ¡y sin chistar!
Cuando por alguna razón le hacíamos perder la paciencia, nos regañaba con mucho amor. Jamás la vi tratar mal a nadie que llegara a nuestra casa, así se tratara de empleados, amigos, parientes, vendedores... Su sonrisa dulce y sus modales siempre fueron su tarjeta de presentación y repetía que, tal y como su padre le enseñara a ella, "la educación frena los actos".
Era una madre dedicada y amorosa y una esposa entregada. Cuando las circunstancias lo precisaron, sus manos confeccionaron vestidos y uniformes para todas; su ánimo no se arrugó ante las exigencias o las limitaciones económicas.
Cuando crecimos y nos hicimos mujeres, fue para ella difícil soltar amarras y dejarnos navegar a solas. Sin embargo, siempre estuvo pendiente, presta y dispuesta a acudir si así lo requeríamos y fueron muchas las ocasiones en que su amor de madre superó el miedo y el peligro, para defender la vida de sus hijas.
Siempre ayudó a propios y extraños. Con frecuencia la visitaban personas que llegaban a agradecer su mano amiga y fueron muchos los niños a los que de alguna manera amparó o socorrió.
De ella aprendí que los besos no son suficientes nunca; que con la mirada se debe transmitir amor; que las manos también sirven para acariciar; que nuestros brazos pueden sostener en momentos de peligro, pero también pueden dar calor. Aprendí a pedir perdón y también a perdonar, que no es cosa fácil.
Mi madre se sentía orgullosa de nosotras, como todas las madres nos sentimos orgullosas de nuestros hijos. Sin embargo, yo me siento profundamente agradecida con la vida por haberla tenido a ella como espejo, como luz y guía, como fuente inagotable de amor, como compañía en sus últimos años de vida, pues en esa etapa aprendí también a enfrentar el paso de los años y entrar en la recta final con dignidad y gallardía, a envejecer con elegancia y asumir con madurez los cambios que el tiempo provoca en mí.
Contigo aprendí, Madre, a amar la vida y a vivirla con alegría, que no importará si el día esté gris, siempre encontraremos una melodía que nos llenará de luz el alma y nos hará bailar.
Y lo más importante, la esencia absoluta de tu vida: que nada se compara con tu amor de madre.