lunes, febrero 28, 2005


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A vos, mi cuata

No sé, repentinamente, te tengo ante mis ojos ¡y me doy cuenta de cuánto ha pasado el tiempo! Esa manía nuestra de ver sin observar, de oír sin escuchar... Me he dejado llevar por los días, por las prisas, por la premura de cumplir con mi deber, del trabajo, de la casa y la familia. Y no he prestado atención a tu presencia o a tu ausencia, a tu saludo o a tu despedida, a tus pasos leves cercanos o cuando veo tu figura perderse en la distancia.

Hemos compartido miles de días, millones de segundos de ansiosa espera, de alegría de volver a vernos, cada noche. De escucharte y escucharme, de encontrar nuestros ojos -los tuyos azules como el cielo y los míos pardos- o de sentir tu sedosa piel, aterciopelada y cálida, bajo mis manos. Como cuando, por las noches antes de dormir, relajas la tensión del día pidiendo caricias sin pedirlas. Y en las mañanas, antes de salir para el trabajo, vuelves la cabeza para verme, como llevándote mi imagen en el recuerdo...

¡Cómo ha pasado el tiempo!

Tus pasos ágiles de antaño ahora son lentos ¿o es que me he acostumbrado tanto a ellos que han perdido el sonido? No me sorprende encontrarte a mi lado sin haberte escuchado llegar, aunque te haya estado esperando. Compartir la quietud de la noche, tú en tu sueño y yo en el mío, ha sido siempre reconfortante; no me gustaría tener soledad conmigo mientras duermo.

Juntas maduramos la vida. He convivido tus más lindas experiencias y vos las mías. La casa es hogar de ambas. Y nada hay afuera para una sola. Llegaste cuando la vida me había quitado la presencia del otro y no quería repetir el desalojo de mi alma. Cuando llegó el momento, tus hijos fueron míos, los cuidé contigo; y tu... ¿amor? por la mía todavía te hace buscarla cuando está en casa. Y fuimos dos las tristes cuando todos se fueron...

Así que ahora, mirándote a través del tiempo, me doy cuenta de cuánto hemos compartido. Perdoná los momentos de olvido, de indiferencia o frialdad, han sido tonterías mías.

¡Por cierto! Hablando de olvidos, tengo que hacer cita para llevarte al veterinario. ¡El tiempo de la revisión anual ha llegado!

viernes, febrero 18, 2005


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Tercermundista

Tercermundista. Le gritaron "tercermundista" y se quedó del mismo tamaño. Pero sabía que no era bueno. Por la forma en que se lo dijeron y por la cara que tenía el gringo que se lo tiró a la cara, debía ser muy malo. Pero no pudo quedarse callado cuando vio que aquel hombre que vivía en la casona de la orilla del lago gritó a Martín, su hijo, porque lo encontró jugando con el niño canche, la bicicleta nueva.

Venía pensando en eso mientras caminaba por la veredita polvorienta que se perdía entre la montaña oscura todavía. Eran, tal vez, las cinco de la mañana y le faltaba poco para llegar a su pequeña parcela y ponerse a trabajar. Ya el clima había cambiado, el frío sólo se sentía por las madrugadas y las noches, pero durante el día... ¡durante el día se moría de calor! No era suficiente la limonada que Jacinta le ponía en el tecomate para apagar su sed de toda la jornada.

Los caites viejos levantaban nubecitas claras de polvo a cada paso, que a cada minuto se hacían más notorias con la salida del sol. Joaquín siempre pasaba por lo mismo, cada madrugada: el corazón le latía fuerte y profundo cuando notaba que la corona de la montaña se teñía de rosado cuando el sol la tocaba, tímido... y poco a poco pasaba del rosado al naranja y del naranja a la claridad total, mientras subía por el Tata Cielo y permitía que sus ojos lo encontraran azul y profundo. Entonces la luz iba rasgando las faldas de la montaña, poco a poco, hasta tocar la orilla del lago que la reflejaba en todo su esplendor. ¡No podía menos que emocionarse! Era un regalo diario, una bendición, un reencuentro divino.

Llegó a su parcela, quitó la talanquera y entró detrás de Tizne, su chucho viejo, que le acompañaba siempre a todos lados. Mientras tomaba el azadón, repetía "tercermundista, tercermundista..." Y entonces decidió que iría al pueblo en la tarde y le preguntaría al cura. Mientras pensaba en ello, iba preparando la tierra, haciendo las pequeñas terrazas en la carne de la montaña, de donde después cosecharía las blancas y olorosas cebollas, con sus largos y suaves tallos verdes. Le gustaba mucho el tiempo de la cosecha, porque el aire olía a cebollas frescas y entonces se sentía feliz y satisfecho cuando iba al mercado y sus marchantes se peleaban por comprárselas a él y a Jacinta.

Cuando el sol estaba casi en la coronilla de su cabeza, buscó la sombra del pino grande y se sentó recostado en su tronco. Sus ojos buscaron el agua, Atitlán, que brillaba como miles de pescaditos de plata cercanos a la orilla. A lo lejos, al centro del lago, el agua era tan azul y profunda que se le hacía un agujero en la boca del estómago cuando pensaba en aquella vez que iba con su tata en el cayuco y casi se dan vuelta. Recordaba palpable la mano fuerte de su tata en su brazo, haciéndolo mantener el equilibrio cuando ya sentía caerse en el agua helada. Claro, después lo regañó por mucho rato por no haberse quedado sentado mientras la atarraya recogía patines para vender en el mercado. Desde entonces, nunca más se levantó en el cayuco sin necesidad real de hacerlo.

En todo esto pensaba mientras comía las tortillas con aguacate y chiltepes y terminaba la limonada. El viento llegó rozando el plácido lago y refrescó su rostro curtido. Joaquín apoyó la cabeza en el tronco, extendió las piernas y respiró profundo antes de cerrar los ojos, vencido por el sopor del medio día y la pesadez de la digestión. Dio un respingo cuando oyó, entre sueños, ladrar a Tizne. Entonces se levantó corriendo para buscar el motivo del bullicio, y vio que era por el patojito canche, el hijo del gringo, que pasó montando su bicicleta allá a lo lejos. ¡Tizne, Tizne, callate!, le dijo al chucho, aunque satisfecho de su bravura. Entonces recordó que debía preguntarle al cura qué significaba la palabra tercermundista.

Al dar las cuatro allá a lo lejos la campana de la iglesia, recogió sus cosas, le silbó a Tizne y se encaminó al pueblo. El calor estaba bajando, aunque el sol todavía brillaba intenso; Joaquín se miraba los pies envueltos en las nubecitas de polvo claro, mientras bajaba al pueblo...

jueves, febrero 10, 2005

Un mercado apasionante

Esta mañana fui de compras al Mercado Central de la ciudad de Guatemala. Es una manzana de terreno enclavada en pleno centro histórico, a espaldas de la Catedral Metropolitana y a dos cuadras del Parque Central y del Palacio Nacional (las oficinas del Poder Ejecutivo). El edificio original de este mercado, construido a finales de 1800, de un solo piso, contaba con una entrada en cada esquina de la manzana y locales comerciales en el costado que miraba al este (viví durante dos años en la acera de enfrente y lo conocí muy bien), pero tuvo que ser derrumbado en 1976, después del terremoto del 4 de Febrero que sacudió gran parte de nuestro territorio y que causó graves daños en su vieja estructura. En los años posteriores se inauguró el edificio que ahora alberga a los "marchantes" de antaño y a muchos otros que se han ido sumando al comercio en este lugar.

Podría decir que es un mercado común y corriente, pero estaría mintiendo. El "Central", como le llamamos coloquialmente, ofrece en su seno variedad de productos. Al pensar en su reconstrucción, se agregaron dos niveles al único antes existente, de tal manera que a nivel de la calle -en lo que sería el techo- hay un parqueo para vehículos livianos que alivia el viacrucis de los capitalinos que llegan al centro de la ciudad.

Inmediatamente, en los dos primeros niveles están ubicadas las tiendas de artesanías: telas típicas en prendas de vestir, mantelería, cojines y forros de muebles; recipientes para decoración o para la cocina y mesa, hechos en madera o en vidrio; alfarería y objetos de decoración en barro y arcilla; canastos de toda clase y tamaño hechos en palma de varias tipos, mimbre, hojas de pino, carrizo y más; flores de papel, de semillas u hojas secas de maíz; bisutería y joyería en plata y jade; juguetes de trapo o madera y muchas cosas más que sería muy largo enumerar.

En el nivel más bajo se encuentran las ventas de legumbres y frutas, carnicerías y otros alimentos. También las maravillosas y variadas flores, tanto las de estación como las que se dan en todo el año. En este mismo espacio están los "comedores", que son los locales que sirven comida típica, elaborada por personas que conocen muy bien las recetas antañonas y que cocinan con los mismos ingredientes que han sido utilizados por siglos. El departamento de Sanidad del Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social se ha preocupado de vigilar de cerca la higiene con que son cocinados y servidos estos platillos, siendo que tanto propios como visitantes buscamos, en algún momento, satisfacer nuestro paladar con los sabores fuertes y variados de nuestra cocina.

En este mercado convergen una enorme cantidad de guatemaltecos diariamente para adquirir los alimentos que servirán en sus hogares o negocios, así como los miles de turistas que llegan a nuestra ciudad y desean encontrar, en un mismo lugar, toda la variedad de productos que nuestra tierra nos brinda así como las maravillas que elaboran las manos de hombres y mujeres herederos de un arte que se remonta a cientos de años.

Guatemala es un país de contrastes. La parte positiva y linda de ellos refleja nuestra herencia maya y española, colorida y llena de aromas y sabores.