viernes, febrero 18, 2005

Tercermundista

Tercermundista. Le gritaron "tercermundista" y se quedó del mismo tamaño. Pero sabía que no era bueno. Por la forma en que se lo dijeron y por la cara que tenía el gringo que se lo tiró a la cara, debía ser muy malo. Pero no pudo quedarse callado cuando vio que aquel hombre que vivía en la casona de la orilla del lago gritó a Martín, su hijo, porque lo encontró jugando con el niño canche, la bicicleta nueva.

Venía pensando en eso mientras caminaba por la veredita polvorienta que se perdía entre la montaña oscura todavía. Eran, tal vez, las cinco de la mañana y le faltaba poco para llegar a su pequeña parcela y ponerse a trabajar. Ya el clima había cambiado, el frío sólo se sentía por las madrugadas y las noches, pero durante el día... ¡durante el día se moría de calor! No era suficiente la limonada que Jacinta le ponía en el tecomate para apagar su sed de toda la jornada.

Los caites viejos levantaban nubecitas claras de polvo a cada paso, que a cada minuto se hacían más notorias con la salida del sol. Joaquín siempre pasaba por lo mismo, cada madrugada: el corazón le latía fuerte y profundo cuando notaba que la corona de la montaña se teñía de rosado cuando el sol la tocaba, tímido... y poco a poco pasaba del rosado al naranja y del naranja a la claridad total, mientras subía por el Tata Cielo y permitía que sus ojos lo encontraran azul y profundo. Entonces la luz iba rasgando las faldas de la montaña, poco a poco, hasta tocar la orilla del lago que la reflejaba en todo su esplendor. ¡No podía menos que emocionarse! Era un regalo diario, una bendición, un reencuentro divino.

Llegó a su parcela, quitó la talanquera y entró detrás de Tizne, su chucho viejo, que le acompañaba siempre a todos lados. Mientras tomaba el azadón, repetía "tercermundista, tercermundista..." Y entonces decidió que iría al pueblo en la tarde y le preguntaría al cura. Mientras pensaba en ello, iba preparando la tierra, haciendo las pequeñas terrazas en la carne de la montaña, de donde después cosecharía las blancas y olorosas cebollas, con sus largos y suaves tallos verdes. Le gustaba mucho el tiempo de la cosecha, porque el aire olía a cebollas frescas y entonces se sentía feliz y satisfecho cuando iba al mercado y sus marchantes se peleaban por comprárselas a él y a Jacinta.

Cuando el sol estaba casi en la coronilla de su cabeza, buscó la sombra del pino grande y se sentó recostado en su tronco. Sus ojos buscaron el agua, Atitlán, que brillaba como miles de pescaditos de plata cercanos a la orilla. A lo lejos, al centro del lago, el agua era tan azul y profunda que se le hacía un agujero en la boca del estómago cuando pensaba en aquella vez que iba con su tata en el cayuco y casi se dan vuelta. Recordaba palpable la mano fuerte de su tata en su brazo, haciéndolo mantener el equilibrio cuando ya sentía caerse en el agua helada. Claro, después lo regañó por mucho rato por no haberse quedado sentado mientras la atarraya recogía patines para vender en el mercado. Desde entonces, nunca más se levantó en el cayuco sin necesidad real de hacerlo.

En todo esto pensaba mientras comía las tortillas con aguacate y chiltepes y terminaba la limonada. El viento llegó rozando el plácido lago y refrescó su rostro curtido. Joaquín apoyó la cabeza en el tronco, extendió las piernas y respiró profundo antes de cerrar los ojos, vencido por el sopor del medio día y la pesadez de la digestión. Dio un respingo cuando oyó, entre sueños, ladrar a Tizne. Entonces se levantó corriendo para buscar el motivo del bullicio, y vio que era por el patojito canche, el hijo del gringo, que pasó montando su bicicleta allá a lo lejos. ¡Tizne, Tizne, callate!, le dijo al chucho, aunque satisfecho de su bravura. Entonces recordó que debía preguntarle al cura qué significaba la palabra tercermundista.

Al dar las cuatro allá a lo lejos la campana de la iglesia, recogió sus cosas, le silbó a Tizne y se encaminó al pueblo. El calor estaba bajando, aunque el sol todavía brillaba intenso; Joaquín se miraba los pies envueltos en las nubecitas de polvo claro, mientras bajaba al pueblo...

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