lunes, octubre 10, 2005

VAL

Los recuerdos más felices de mi infancia están ligados a mi tío Paco y sus tres hijos, mis primos hermanos: Pancho, Tono y Pepe, hijos del único hermano de mi madre. Ellos fueron los hermanos varones que no tuvimos nosotras -mis tres hermanas y yo- y con quienes nos veíamos dos veces al año: para las vacaciones de Semana Santa y para las vacaciones de fin de año escolar, de octubre a enero. Entonces nosotras viajábamos hasta la costa sur, casi frontera con México, a la finca de mi abuelo, Dalmacia, en donde ellos vivían.

Todo cambiaba entonces para mí: el asma que padecí de los dos a los doce años desaparecía como por encanto, me sentía libre como un gato montés y amada y apreciada por mi querido tío, quien siempre procuraba darnos momentos felices, llenos de sana distracción.

Entre las variantes de esa distracción estaba un enorme cajón de madera, de más o menos un metro de altura, que a cada visita corríamos a revisar mi hermana Sandra y yo. Levantábamos la tapa y allí adentro estaba el tesoro, muy bien guardado por Pancho y Tono (que tienen más o menos la misma edad que nosotras dos, otra razón para llevarnos muy bien): eran todos los "chistes"* que nuestra imaginación podía ver materializados y guardados en el mismo lugar, esperando por nosotras. Mi tío se los compraba a los niños y ellos, conociendo nuestro gusto por leerlos, se preocupaban de tratarlos con cuidado para que, a nuestra llegada, pudiéramos disfrutarlos.

Teniendo unos nueve años, mis favoritos eran La Pequeña Lulú, Anita y Toby aunque debo reconocer que me gustaban mucho las brujitas que aparecían siempre en una historia secundaria de cada entrega. Cuando tenía unos 11 años, me incliné por Archie: no podía comprender cómo Verónica prefería a Carlos, siendo que el pelirrojo Archie era el protagonista de la historia; Torombolo me sacaba de quicio y aquel grandote come-hamburguesas me daba pena.

Ya de regreso a la ciudad, buscaba en las ediciones de nuestros diarios las tiras cómicas que publicaban siempre: Olafo, El Fantasma, Mandrake el Mago, Rip Kirby y El Príncipe Valiente. En la edición dominical, en un fascículo extra, venía cada historieta ¡en una página entera!, que le tomábamos prestado al diario antes de que papá lo tomara para leerlo. Muy secretamente fui interesándome más y más en Val, El Príncipe Valiente, y en su desarrollo; tal vez fuera porque, de alguna manera, identificaba su crecimiento, la búsqueda del amor, de la madurez en sus acciones y en la concretación de su vida de adulto, con la misma búsqueda que yo iniciaba camino de la adolescencia y juventud. Las imágenes detalladas, con los personajes dibujados casi como fotografías me parecían preciosas y la historia que empecé siguiendo por simple disfrute, llegó a ser la interrogante semanal más fielmente guardada en mi mente preadolescente. Me parecía una historia absolutamente creíble y digna de admiración y respeto.

Los recuerdos de la niñez, decía, los más gratos, están atados a los "chistes"* de nuestros primos, que con el tiempo fueron cambiando por revistas y libros, haciéndose cada vez más escasos. Llegó un momento en el que no vi más ninguno de ellos, aunque sus enseñanzas perdurarán para siempre en mi memoria.

*Nombre con el que se llama a los comics en Guatemala.

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