lunes, noviembre 06, 2006

Entre dos aguas


Mientras asistía a clases en un colegio laico y privado de esta ciudad, allá en los 60's, mi único -y, probablemente, más importante- contacto con la realidad en mi país, en el interior, eran nuestras temporadas en la finca de mi abuelo, en el lejano Coatepeque, allá en la costa sur del país. Cada fin de año escolar, que acá coincide con el fin de año calendario, nos alejábamos del "mundanal ruido" para gozar de la compañía de nuestros primos y del amor de nuestros tíos.

No nos molestaba para nada que en nuestra estadía cambiaran algunas reglas del juego y que la vida fuera diferente a la que llevábamos en Guatemala. En "Dalmacia" no teníamos instalación de energía eléctrica de la empresa que suministraba el servicio en el país, sino que nos la proporcionaba un dínamo que estaba instalado en la parte posterior de la casa y al que estaba terminantemente prohibido acercarse. Recuerdo que algunas veces nos acercamos a la caseta negra y dimos vuelta alrededor, queriendo ver lo que había adentro, pero de allí no pasaron nuestros intentos: por aburrimiento y falta de posibilidades de entrar. O, quizás, un temor agazapado disfrazado de otra cosa.

Nuestros tíos nos mantenían ocupados -a los siete enanos- con muchas actividades propias del campo: ir a ver la ordeña, presentarnos a Natividad (una ternera que nació el 25 de diciembre de algún año que pasamos las fiestas allí), ir a caminatas interminables hasta el nacimiento del pequeño río sin nombre que atraviesa Dalmacia y, de paso, al puente con techo que llamaban puente Primavera; por las tardes, tratando de encontrar calma y respiro después de correr toda la mañana, nos sentábamos debajo de un enorme tamarindal y, alzando nuestras pequeñas manos, cortábamos las vainas dulce-ácidas que comíamos con calma hasta que nuestras bocas se cortaban. Cuando el clima era benigno, tía Ruth nos llevaba hasta la loma cercana a la línea del tren y nos quedábamos sentados esperando que pasara: al grito de ¡Allá viene!, nos levantábamos para verlo pasar moviendo la tierra y haciendo que entrecerráramos los ojos por el viento y el polvo que nos hacía arrasarlos, pero que forzábamos a abrir para ver a los pasajeros decir adiós con la mano y nosotros hacer lo mismo, alzando los brazos y gritando de emoción. Luego volvíamos a la casa llevando copales a los que la tía sacaba "el chicle" para que nos entretuviéramos mientras cocinaban la cena a la luz de los candiles, en la enorme estufa de leña, porque el dínamo casi siempre estaba fuera de servicio.

Nuestras noches se hacían cortas antes de ir a la cama, pues tío Paco nos entretenía con cuentos contados una y mil veces, historias todas que nos arrancaban carcajadas. A veces cambiaba la tónica y eran "historias de miedo" que escuchábamos atentos y silenciosos, mirándonos unos a otros sin mover nada más que los ojos. Recuerdo muy bien la noche en que, después de una sesión de este tipo y habiéndose ido los adultos al cine en el pueblo, nos quedamos en nuestras camitas, sin hacer ruido. El sonido de cadenas sobre el empedrado del patio trasero de la casa nos levantó curiosos y asustados, pero no llegó a darnos el valor para abrir las ventanas y ver lo que lo producía. Hasta hoy, cuando con mis hermanas y primos tocamos el tema, sólo nos preguntamos: ¿Te acordás de las cadenas, qué sería? Y aunque con risas de adultos, ninguno tiene la respuesta.

Íbamos con frecuencia a visitar "la ranchería", que así llamábamos al grupo de ranchos de paredes de bajareque y techo de palma, que era lo que se usaba en aquellos tiempos. Los ranchos con una o dos ventanas, colándose la luz entre las delgadas paredes, con piso de tierra y de muy reducido tamaño, se convirtieron en nuestras mentes en algo "normal". Sin embargo, debido a que el clima en esta región es cálido, el material es bastante usado y cómodo.

Más adelante, durante la adolescencia y la llegada de la conciencia y los ideales, muchas veces me avergoncé de la precaria manera de vivir de los campesinos en la finca. Lo que para mi familia materna era normal, para la familia de mi padre era algo que debíamos cambiar. La comodidad de nuestra vida nos facilitaba ver que los desposeídos de todo, en este país, tenían probablemente dos piezas de ropa nada más, que los niños no asistían a la escuela porque ayudaban a sus padres en el campo, que sus alimentos eran maíz, hierbas, chile y frijol y, cuando eran "más afortunados" y poseían una gallina, los huevos formaban parte de la dieta.

De esta manera, la comparación entre las dos partes se materializó en mi mente. Y aunque los recuerdos de mi niñez siempre son dulces, la realidad del interior ha sentado bases firmes para desear un cambio que es vital para que este país camine hacia un mejor futuro. No creo que quitar a unos lo suyo, ganado con esfuerzo, sea el remedio; creo en la justicia de la remuneración por el trabajo realizado; creo en un Estado que coordine, vigile y haga cumplir; creo en la formación de conciencia en nuestra niñez citadina, que cree que lo normal es tener celular a los siete años o comer hamburguesas y papas fritas todos los días, de tal manera que más adelante se ocupe de trabajar a conciencia para engrandecer el país.

¿Tarea fácil? ¡Para nada! Empieza en casa. Y probablemente sea el lugar más difícil y más llevadero para propiciar los cambios.

No hay comentarios.: