sábado, mayo 21, 2005

INOCENCIA

Elsa tenía 17 años. Era pequeña, con el cabello negro y liso, dientes blanquísimos y ojos castaños que se esforzaban por ver claramente por la miopía que ella desconocía padecer y que la obligaba a entrecerrarlos para enfocar la vista. Tenía la piel gruesa y oscura, lozana y firme. Los senos pequeños e infantiles contrastaban con el resto de su cuerpo, bien formado y curvilíneo, al que no se le movía ni un miligramo de grasa. Elsa no sabía que era dueña de estos encantos y se dedicaba nada más que a trabajar afanosamente, gustosa de haber encontrado una casa en donde no habían hombres.

Recordaba la vez anterior, un par de años antes, cuando la enviaron sus padres a la ciudad para que trabajara y les enviara dinero; la tía Chabela la ubicó en una linda casa, con gente de pisto. La mujer que vivía allí era una vieja loca que cocinaba unas sopas rarísimas a las que ponía dentro ruedas de grasa que olían rancio y que sabían a comida de chuchos. A veces, cuando estaba sentada en la sala mirando la tele, la mujer parecía perderse dentro de la pantalla, dejar volar el pensamiento por la ventanita de colores... Varias veces Elsa vio aparecer un charco debajo de los pies de la mujer y que se hacía cada vez más grande mientras se inundaba la casa con el fuerte olor a amoniaco. Y luego, cuando llegaba la hija, encontraba a la vieja orinada y abandonada en el sillón, perdida en la pantalla, mientras la gritaba a ella por no haber evitado que se orinara.

El viejo era otra cosa. Ese tenía el cerebro en su lugar. Y aunque no salía ya a ningún lado, recordaba muy bien en dónde dejaba olvidados los anteojos o si tal o cual día debía poner la televisión para ver algún programa que le interesaba. Recordaba bien que había otra mujer trabajando en la casa y no se metía con ella.

A Elsa la contrataron como ayudante de la cocina y la otra mujer era quien se encargaba de la limpieza y del lavado y planchado de la ropa. El viejo lo sabía bien, pero insistía en llamar a Elsa a su dormitorio diciéndole que revisara si había ropa sucia por algún lugar. La primera vez que ella entró a la habitación a buscar la ropa inexistente, sintió algo extraño cuando se agachó para ver debajo de la cama y el viejo se le acercó, mirándola con esos ojos verdes como escupitajo y tan asquerosos como uno. Las manos se le fueron detrás de las nalgas de Elsa cuando ella se levantó del piso... pero la patoja era fuerte y rápida y supo correr fuera del cuarto antes de que el viejo terminara de agarrarla.

Esa noche lloró y lloró durante mucho rato antes de quedarse dormida y por más que la mujer que limpiaba trató de sacarle el motivo de su llanto, permaneció callada. Sólo quería salir de allí.

Cada día que transcurría en esa casa debía secar los orines de la vieja o escapar de las manos largas y sucias del viejo, que siempre insistía en usar el mismo pretexto de la ropa sucia para atraerla a su dormitorio. Eso le molestaba más que la mujer incontinente.

Esperó a que llegara la fecha de pago y aprovechando que al día siguiente le tocaba libre, metió en su pequeña bolsa sus pocas pertenencias y pidió a la tía Chabela que la llevara de vuelta a su casa, de donde partió al día siguiente para la finca en donde vivía su familia. Cuando llegó sin aviso, su madre la recibió temerosa y sólo fue suficiente una mirada para que comprendiera porqué Elsa estaba de vuelta. El padre estaba cosiendo un pantalón en su pequeño taller de sastre y cuando la vio entrar y le preguntó la razón de haber abandonado el trabajo, Elsa empezó a explicarle pero no pudo terminar su historia: él tomó su cabello largo y negro y de una patada la tumbó sobre la mesa de pino que servía de comedor. Allí descargó su rabia pues el dinero que le entregó no le pareció suficiente. Además, estaba bebido...

Así que ahora estaba allí en la ciudad, de nuevo. Se cuidó mucho de llegar a una casa en donde hubieran hombres. Esta casa estaba bien. Tres mujeres y ninguna se quedaba como ausente mientras se orinaba sentada en la sala.

Sin embargo, Elsa no sabía porqué la otra, la que vivía enfrente y las visitaba con frecuencia, la veía con la misma mirada del viejo de los ojos de escupitajo...

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