lunes, agosto 08, 2005

FUMO O NO FUMO

Empecé a fumar a los 17 años. En aquella época hacerlo era, según nuestra visión, una señal indiscutible de "madurez", de tener mundo, de ser autodeterminadas. Además, nadie nos había dicho que podíamos enfrentarnos, con el tiempo, a unas cuantas complicaciones en la salud y jamás atamos que el cáncer del que fallecían nuestros amigos, parientes y conocidos, podía ser provocado por el cigarro (como les llamamos acá a los cigarrillos).

Mi padre siempre nos contó la historia de cuando mi abuelo le dijo, siendo papá adolescente, que si quería fumar lo hiciera al ganarse sus propios quetzales (nuestra moneda) para comprar su vicio. De esa misma manera lo hice yo: el primer paquete de cigarros lo compré al recibir uno de mis primeros sueldos y me sentí muy satisfecha cuando mi padre me vio encender un Diplomat con mirada entre benevolente y triste, haciéndose de la vista gorda cuando mi pulso tembló mientras su encendedor se acercaba a mi cigarro.

Nunca llegué a comprar un cartón completo (paquete de 20 cajillas), porque mi consumo no pasó de unos 2 ó 3 cigarros a la semana... salvo mientras duró mi exilio, que fumaba dos cajillas diarias, en maravillosa compañía de mis amigos lacacinos. No sabía que estaba en uno de los países considerados como de más alto índice de fumadores pero tampoco me preocupó mucho la noticia cuando la leí en una Selecciones del Reader's de 1982.

Tuve temporadas largas en que mi organismo sencillamente repudiaba el tabaco y me alejaba de él sin mayor esfuerzo. Cuando volvía a la carga era porque había estado en alguna reunión social y entre risas y conversaciones o, tal vez, alguna discusión interesante, alguien me había extendido un cigarro y yo, sin más, lo aceptaba sin pensarlo mucho.

Decidí dejar de fumar cuando noté que a cada cigarro que fumaba, aparecían pequeñísimos derrames en los dedos de mis manos. Y allí empecé a buscar información.

Con el tiempo, haber dejado de fumar me devolvió la agudeza del olfato, los sabores se volvieron fuertes y profundos y el humo de los otros fumadores, compañeros antiguos, empezaron a serme molestos.

De ser una fumadora activa, me convertí en una fumadora pasiva... y no me agrada. Comparto totalmente la idea de que cada quien se mata con su propia mano, pero no acepto morirme por mano de los demás.

Por eso apoyo las leyes antitabaco. Por eso me siento bien cuando me entero que en tal o cual restaurante, cafetería o local de fiestas, no se puede fumar. Me gusta que no se pueda hacer en las oficinas -públicas o privadas-, en los supermercados, farmacias, cines o cualquier otro lugar en donde se reúnan niños y adultos que no desean ver amenazada su salud por el egoísmo y la irresponsabilidad de gente que, como yo hace algunos años, sólo desea satisfacer su gusto inmediato sin preocuparse por su propia salud o la de sus semejantes.

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