domingo, agosto 14, 2005

LA CLAVE

No es fácil. Nunca lo ha sido y jamás lo será. Por más que leamos, hablemos, indaguemos, hay algo allí, dentro del pecho que no responde racionalmente. Tenemos el temor a lo desconocido tan metido en la piel, tan arraigado en nuestra mente, tan aferrado "al corazón", de generación en generación saltando con nuestra memoria colectiva, que no logramos erradicarlo.

Curas, brujos, pastores, todos tratan de convencernos que del otro lado nos espera algo mejor, siempre y cuando hayamos sido buenos en éste; pero si nuestra conciencia se remueve incómoda, el temor se hace más grande porque pensamos que a lo mejor no nos va tan bien cuando partamos.

Independientemente de lo que podamos pensar, sentir o creer de nuestro propio paso "al otro lado" - desconocido y envuelto en una tremenda nebulosa- sí podemos identificar lo que sentimos cuando el adiós de un ser amado se aproxima.

Y la lucha entre la razón y la emotividad es constante, permanente, sobre todo si está sufriendo una enfermedad larga o dolorosa, si sus capacidades están limitadas o han desaparecido, si su vida dejó de serlo para transformarse nada más en una existencia dependiente, tal vez sin ninguna respuesta a los estímulos exteriores, una permanencia forzada por los medicamentos, equipo médico y el egoísmo de los parientes.

Sin embargo, existen otros casos. Los que llegan al final sin enfermedad física visible, probablemente sólo el deterioro lógico de la edad. Los que conservan la mente lúcida, que solamente tienen olvidos que primero asombran a los demás pero que después se van aceptando mansamente. Los ancianos que se van apagando, como una vela, momento a momento; los que piensan que ya lo vivieron todo, que su tiempo terminó y sólo esperan el final.

Y aunque el amor debiera ser lo que guiara nuestros días y relación con ellos, a veces la soberbia o egoísmo nos endurece, haciéndonos pretender que nuestros viejos respondan de la misma manera en que solían hacerlo cuando fueron jóvenes, cuando ellos nos enseñaron y formaron para que fuéramos lo que hoy somos.

Tomarles la mano, hablarles calmadamente, detener nuestra prisa diaria y dedicarles unos minutos de conversación, mirarlos a los ojos y sonreír... ¿qué nos detiene? Es justamente lo que ellos están esperando, lo que desean, lo que necesitan. Saber que sus vidas no han transcurrido en vano, que el amor que nos dieron tiene respuesta, que cuando pasen a donde sea que vayan no estarán solos. Que nuestro amor les hará menos difícil el momento, que su recuerdo dulce acompañará nuestros días y noches de desvelo.

El amor es la clave. Y ese amor que hoy les demos, será el mismo que recibiremos cuando llegue nuestro momento.

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