sábado, septiembre 29, 2007

UN RECUERDO INEVITABLE


Hace unos días, debido a un problema eléctrico, la bomba de agua que abastece a nuestro edificio dejó de funcionar. Las carreras se hicieron más intensas, el tiempo empleado para los baños se duplicó, el consumo de energía también al tener que calentar agua para atemperarla y que cada palanganada no cayera como un susto líquido en nuestra espalda.

Entonces vino desde el pasado el recuerdo de los 365 días posteriores al terremoto que vivimos en Guatemala en 1976. Después del cimbrón de las 3:33:33 horas, que nos levantó del sueño en una mezcla de terror, angustia y desesperación, tuvimos que aprender a sobrevivir con la escasez.

La energía eléctrica se cortó cuando el movimiento pasó de 4 grados Richter (el terremoto fue de 6.8), así que cuando logramos ponernos en pie y lograr que nuestros pensamientos fueran suficientemente claros para salir corriendo de nuestras casas, lo hicimos acompañados de sombras. Recuerdo claramente el camino desde mi habitación hasta la cocina de mi apartamento en el mismo barrio norte de la ciudad en el que ahora vivimos. Al pasar frente al cuarto de baño, mis pies tocaron agua: el tanque del inodoro -acá no están empotrados en la pared, sino encima del artefacto- se había salido al quebrarse la tapa cuando se corrió y cayó al piso. Al llegar a la cocina, mis manos temblorosas lograron encontrar una vela y unos fósforos para alumbrar la bajada por la escalera hasta el primer piso, a donde llegué lo más rápidamente que mis piernas temblorosas me lo permitieron.

Cuando el sol salió y pude ver lo que había sucedido, el alma se me hizo chiquita. Las paredes de ambos lados estaban tumbadas sobre la misma calle, dejando al descubierto las casas como si se tratara de esas de muñecas con el traspatio abierto. Todos fuimos buscando entrar a nuestros hogares conforme el reloj nos iba alcanzando, entre uno y otro temblor de tierra. Allí fue cuando las cosas empezaron a complicarse, pues nos dimos cuenta que el agua, los teléfonos y la energía eléctrica, brillaban por su ausencia.

Con el movimiento telúrico, las cañerías, viejas casi todas, se reventaron. Y el preciado líquido se derramó a lo loco subterráneamente. Las diferentes municipalidades del país tuvieron que aplicarse durante meses para hacer los trabajos de reparación necesarios, aprovechando a modernizar las redes de distribución. La energía eléctrica fue llegando paulatinamente a cada barrio, dependiendo de qué tan dañados estuvieran los tendidos y postes. Los teléfonos hicieron los propio. Los habitantes de cada barrio se movilizaron inmediatamente y formaron grupos de vigilancia para evitar que "los cacos" aprovecharan la oscuridad para robar y asaltar.

La industria y el comercio tuvieron que comprar generadores de energía por combustible para poder continuar con sus operaciones. Los comercios fueron prácticamente vaciados por los vecinos que buscaban contar con alimentos, por si la situación empeoraba y el interior no enviaba las legumbres, granos y frutas que nos llega a las diferentes ciudades del país desde allí.

Hace ya más de veinticinco años de este acontecimiento y todavía los recuerdos son claros y precisos. En esta tierra llena de montañas y volcanes, cruzada por dos enormes fallas (la de Cocos y la del Caribe) se esperan, siempre, situaciones similares. Temblores tenemos constantemente. Pero un terremoto de tan grande magnitud, dijeron, duraría en llegar unos cincuenta años. Y el tiempo corre...

Hasta la semana entrante.

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