domingo, enero 29, 2006

EL ALDABÓN


Atravesó la calle con paso enérgico y rápido, sorteando los últimos autos que aceleraron ante la luz del semáforo que cambiaba de verde a amarillo. Uno de ellos pasó muy cerca de la orilla de la acera y sus llantas levantaron una cortina de agua sucia que ella evadió con un salto, cayendo casi de bruces sobre la banca de piedra del parque.

Se recompuso, alisó el frente de su gabardina color almendra y subió los ojos para ver el reloj digital de la cornisa del edificio de seguros. Marcaba las 7:17. Debía darse prisa si quería llegar antes de que el reloj de la oficina diera las 8:00 y todavía le faltaba caminar algunas cuadras.

Sintió debajo del brazo la cartera, que apretaba bajo la axila en su afán de mantenerla a salvo de los asaltantes que merodeaban por allí y sus ojos se abrieron todavía más, alertas, tratando de descubrir en los rostros serios con los que se cruzaba, la intención mal guardada de quitarle lo poco que llevaba dentro de la billetera.

A pesar del frío y la lluvia, su rostro estaba ardiendo. Ajustó nuevamente las solapas sobre el pecho y continuó caminando con celeridad.

Después de 20 minutos de caminata, logró ver la esquina en donde está la oficina en la que trabajaba. Llegaría a tiempo, lo sabía. Diariamente había contado los segundos que habían entre ese punto -con la vista de las altas paredes grises- hasta la enorme puerta de madera oscura, bellamente trabajada, con aquel aldabón de bronce muy pulido con forma de fauces de león... ¿o era un tigre?

Sin disminuir la velocidad o aflojar el paso, llegó al frente del edificio y sintió otra vez aquel miedo que le mordía el vientre. Tendría que llegar allí, de nuevo y acercar la mano hasta la puerta. Recordó la sensación que había tenido la primera vez que tocó la puerta con el enorme aldabón; la misma que le había acompañado cada día de los nueve años que tenía de trabajar allí.

A pesar de este miedo irracional, antes de atravesar la calle y dirigirse a la puerta, se sintió casi a salvo... Entonces entrecerró los ojos y disminuyó la atención a su entorno. Aminoró el paso, respiró profundo y dio el primer paso para bajar de la acera y atravesar la calle. En ese momento lo vio venir hacia ella.

Decidido, con una mezcla de desprecio y odio en los ojos pero con una chispa de pena en el fondo, la piel pálida y el cabello negro ensortijado saliéndose por debajo del gorro de lana, llevaba las manos dentro de los bolsillos de la vieja chumpa de cuero negro, que lo hacía parecer más bajo y gordo de lo que en realidad era. Vino directamente hacia Renata y cuando estaba a un par de pasos de distancia, justo en el medio de la calle y mientras ella veía y alternadamente a la puerta y a él, Leonel sacó de los bolsillos las manos: colocó rápidamente la izquierda en la nuca de Renata, mientras con la derecha le hundía el verduguillo en su miedoso vientre.

Ella alcanzó a mirarlo a los ojos amarillos con el aire felino que toda la vida temió. Y mientras tanto, con la mirada le preguntaba las muchas cosas que siempre quiso saber acerca de ese último momento, recordó al aldabón con figura de león -¿o era tigre?- que la veía desde la enorme puerta que no alcanzó a cruzar.

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