domingo, enero 29, 2006

LA VITRINA


La carretera tortuosa, aunque con el pavimento en muy buen estado, nos llevaba hacia el sur. La temperatura agradable, en realidad fresca para encontrarnos cercanas a la costa, ni siquiera nos obligó a poner el aire acondicionado en el vehículo. Con abrir las ventanillas fue suficiente.

Nos retrasó un poco el tráfico de camiones y carretones que transportan caña de azúcar hacia los ingenios del sector, pues es la temporada de zafra y producción de azúcar. En el ambiente se siente el aroma de la caña cortada, de la ya fermentada o, pasando cerca de los ingenios, de la melaza. Para los que conocimos esos aromas desde niños, son una fuente inagotable de imágenes y recuerdos.

Faltando unos 10 kilómetros para llegar, el teléfono celular me llevó la voz del tío Paco. Muy ansioso preguntaba en qué lugar estábamos "exactamente". Le dije un par de nombres de lugares por los que estábamos pasando y él se apresuró a dar instrucciones para que abrieran el portón de la casa antañona enclavada en el centro. Salimos a las 8:00 de la mañana de la ciudad y tal como habíamos calculado, a las 11:00 estábamos entrando a Coatepeque.

Al entrar al jardín, me apabulló la frondosidad de las múltiples plantas y flores. Enormes arbustos de flores de pascua, como un estallido de color rojo, salían por encima de los arriates hacia el lado derecho. Los crotos, en muchas variedades, pringaban de rojo, verde, amarillo y naranja todos los rincones. Al fondo, dos árboles de aguacate cargados de frutos, dan sombra al gallinero en donde el tío cría gallos y gallinas de raza y hace cruzas maravillosas que le reportan alegrías y ganancias. Con desprecio, él echa una mirada de soslayo al rincón en donde vive el pato de la tía Ruth, sobreviviente eterno del lugar.

La enorme pila de cemento pintado de rojo y verde hace mil vidas, refleja al sol en su superficie tranquila y una planta de "mano de león" trepa por los parales del cobertizo que la cubre, evitando que cuando llueve -muy frecuentemente en el lugar- te mojés mientras lavás.

Al lado derecho se alza la enorme casa de madera, de dos pisos, que en alguna época fuera un pequeño hospedaje y que ahora sólo observa el paso de los años. En el primer nivel, con un brillante y siempre limpio piso de color rojo, los sillones y sillas esperan el momento de la charla intrascendente o en las profundas consideraciones filosóficas o políticas que se dan lugar en la casa. Ya nos aguardaban vasos de cerveza helada, aceitunas y manías para acompañar el encuentro ansiado.

Después de los abrazos, las preguntas de rigor y las respuestas entre risas, ojos llorosos y, ¡vaya!, alegría de la mejor, dejamos nuestro equipaje en el fresco dormitorio de piso de madera, para instalarnos en el enorme corredor entre plantas, cuadros de lugares lejanos y nunca visitados, la bulla del tránsito desde la calle... Allí pasamos un buen rato, hasta que llegó el momento de compartir el almuerzo servido en el comedor con aroma a madera antigua, a frutas, a comida casera.

En algún momento de nuestra rápida visita, mientras conversaba con el tío Paco, me acerqué a la pequeña vitrina en su dormitorio. Como lo he hecho siempre, desde niña, me acerqué a ella y dejé que mis ojos -y mis recuerdos- volvieran a posarse en las pequeñas figuras dispuestas con un orden que nunca cambia: en el lado derecho del primer tramo, los soldados romanos marchan con sus bellos estandartes en alto; en el lado izquierdo, una batalla de la Guerra de Secesión norteamericana se reproduce cuidadosamente y pueden verse soldados tumbados sobre el piso mientras disparan a la distancia, otros que están cayendo eternamente heridos por una bala o aquellos que cabalgan con el sable en alto para encontrar al enemigo.

En el tramo de abajo están mis favoritos: un poblado de indios sioux en el que algunas mujeres cocinan mientras otras llevan a sus bebés a la espalda o lavan la ropa en la orilla del río; ellos, pintados para la guerra, llevan en las manos arcos y flechas, algunos con hachas o cuchillos afilados o montados en sus maravillosos caballos gritan fuerte y atacan a los soldados de uniforme azul con brillantes botones dorados, que van hacia su encuentro en una perfecta formación de la caballería.

En ese momento, después de pasar unos minutos -o muchos años- recreando con la mirada aquellas vidas de siempre, su amorosa voz me trajo de vuelta para contarme una anécdota graciosa que, como siempre, provocó en mí una cascada de alegría que subió a borbotones desde el centro de mi alma hasta mis labios.

El final de la visita llegó, porque no hay fecha que no se llegue ni plazo que no se cumpla. Y volvimos a la ciudad cargadas de nostalgia y alegría, mientras allá, en Coatepeque, resonaban en el corredor los sonidos llegados desde nuestro encuentro.

1 comentario:

Anónimo dijo...

...please where can I buy a unicorn?