domingo, marzo 19, 2006

LA DEUDA


Edgar tenía más de 65 años. El corazón le estaba fallando desde hacía mucho y ya había buscado la manera de operarse para que le colocaran un marcapasos y no sabía cuántas cosas más. Pero era miedoso. Desde siempre. Toda esa imagen de bravucón y macho era pura pantalla...

Esa noche, mientras daba vuelta en la cama buscando la orilla, sintió el cuerpo de su mujer que lo buscaba. No soportaba el calor y tenerla cerca le abrumaba. Aunque estuviera dormida.

La presión en el pecho era muy fuerte. La dificultad para respirar, también. Pero no estaba seguro si era por el ambiente húmedo y pesado, por el enfisema provocado por las tres cajetillas diarias de cigarrillos que fumaba desde hacía tres lustros o ese corazón que se estaba volviendo inútil. Se sentó lentamente y se puso los lentes para buscar en la mesa de noche el medicamento que tomaba cuando lo recordaba. Pero no lo encontró.

Recostó la cabeza en la pared y, entrecerrando los ojos, dejó vagar su mente. Llegaron imágenes difusas, un tanto confusas. No recordaba ya qué había sido antes, si el matrimonio con Silvia o el de Leticia. Recordaba que tenía un hijo con Leticia al que nunca más, después de los cinco años, volvió a ver. Se lamentaba ahora que se encontraba solo, sin que sus otros hijos lo buscaran.

Sus otros hijos... Teresa lo había hecho abuelo, Carlos se reusaba a encontrar pareja y Andrés había formado un hogar en aquel país frío y lejano. Ninguno de los tres lo llamaba, ni visitaba jamás. Ahora que lo pensaba, habían transcurrido más de diez años desde la última vez que los vio. Pero no, ahora no los culpaba. Estando tirado allí, jadeando, abrió el alma a la verdad: era lógico que lo evitaran.

Las imágenes de los tres chiquillos pasaban rápidamente: bajo el árbol de Navidad, abriendo los regalos aquella Nochebuena que pasaron juntos, en familia, con poco dinero pero muy unidos. Recién se había casado con Marta y eran felices. Tenía un trabajo que le daba para sobrellevar la vida decentemente... Decentemente. Y así transcurrieron los años, decentemente. Hasta que los niños crecieron y las necesidades se hicieron urgencias. Y lo tentaron. Ya había hecho alguna incursión en el ambiente y, a pesar de que Marta no quería que él se involucrara, había mantenido el secreto durante muchos meses. Después se fueron al norte, buscando seguridad. Y huyendo de ellos cuando la situación se complicó al querer pasarse de listo.

Los niños crecieron. Volvieron del norte y se convirtieron en adolescentes. Y tuvieron más y más necesidades. Y a él, que le gustaba la buena vida, la plata no le alcanzaba para llevarla como quería. Entonces los buscó otra vez. Y ellos le dijeron sí, que sí, que estaba bien. Y volvió todo a empezar. Sólo que ahora sería más importante, ya no tendría un pequeño negocio, sería un importante miembro del grupo.

Y claro, también tendría para pasar buenos ratos. Él y Marta. Él había logrado introducirla y entusiasmarla. Entonces recordó cuando la situación se le fue de las manos y, en medio de una crisis, la golpeó por primera vez. La vio llorando, lastimada y sangrante. Todo lo recordó. También cuando estuvo a punto de matarla, porque ella recriminó sus engaños y le exigió terminar con todo. Esa mujer, que él amó tanto, se convirtió en su enemiga. No podía soportar su vocesita chillona, a toda hora, diciéndole qué hacer, qué pensar, qué sentir...

Fue cuando decidió matarla. Pero la muy taimada descubrió todo y huyó. Sí, se llevó a Andrés con ella, que era su único hijo. Les dejó solos, a él con Teresa y Carlos, como al principio de toda la historia. Entonces se separaron definitivamente, pues no podía tenerlos consigo huyendo todo el tiempo, escondiéndose y teniendo que trasladarse de un lado a otro para seguir en el negocio.

Esas fueron las últimas imágenes de sus hijos que llegaron claramente a su recuerdo. Después, sólo recordaba las reuniones en donde entregaba el producto de la venta y cómo cada vez se fue hundiendo y enredando en esa maraña de mentiras, números, billetes, paquetes, huidas y escondrijos.

Lloró de pena y rabia. Pena de sí mismo, por no haber tenido la voluntad de enfrentar la vida con entusiasmo y fortaleza. Y rabia en contra de la vida, que le dio y quitó a los que más amó. Volvió la cabeza y vio a Catalina, que seguía durmiendo, sudando y gimiendo. Sintió ternura por ella. Eran viejos los dos. O así se sentía él. Quiso cambiar el estado de ánimo, así que se levantó de la cama y buscó el paquetito blanco. Como siempre. Y para siempre.

Colocó el polvillo blanco encima del espejo, lo esparció parejamente y luego lo aspiró por la pajilla de vidrio que Catalina le regaló cuando se conocían. El cerebro se le aceleró y con él, el pulso. Volvió a la cama, esta vez buscando acercarse a Catalina... Pero el dolor se agudizó, haciéndolo llevar ambas manos al pecho, tratando de contenerlo. Apenas tuvo tiempo de recordar el rostro dulce de Marta, su amada Marta, su odiada Marta. Ella sonreía con alegría. Y él, entonces, supo que estaba pagándole todas las que debía.

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