domingo, abril 16, 2006

SER MUJER


Para la generación nacida en los 50's en esta franja del mundo, ser mujer fue una experiencia más bien plana. Tal y como venían enseñadas y casi domadas nuestras abuelas y madres, de esa misma manera fuimos enseñadas y guiadas... hasta que llegamos a la adolescencia.

Por aquellos maravillosos años, con mis apenas 17 en la mirada, la ciudad mía era un mapa que me conocía muy bien y que caminaba con soltura y seguridad, subiendo y bajando de los autobuses de servicio público sin mayores inconvenientes. Los US$0.05 que pagábamos nos daba para atravesar de sur a norte o de oriente a occidente la ciudad completa. Y lo hacíamos. Las excursiones desde la terminal de inicio del recorrido hasta el final, al mismo tiempo nos volvían más seguras y nos enseñaban calles y avenidas, barrios y suburbios.

Crecimos sin tener mucha información acerca de nada. El radio y la televisión eran nuestras ventanas al mundo exterior, pues ni siquiera los periódicos tenían mucha cobertura internacional. Todo venía enlatado. Ahora me pregunto cómo pudimos crecer y desarrollarnos con tan poca información. ¿Qué habríamos hecho si hubiésemos tenido internet para nuestro uso personal, como lo tienen ahora los niños?

Nuestra educación sexual se limitó a saber que existían los hombres y las mujeres... y que nos podrían gustar en algún momento. Jamás nos hablaron detenida y concienzudamente de nuestros cuerpos, nunca profundizaron en nuestro desarrollo y, mucho menos, nos contaron que existía un maravilloso mundo de sensualidad y sexualidad, en el que probablemente perderíamos la cabeza cuando el hombre del que nos enamorarámos nos hiciera temblar bajo un beso. ¡Ni hablar de un orgasmo! Esa palabra la encontré, por primera vez, mucho tiempo después de haber salido del colegio, en una revista de vanguardia de aquellos días. Milagrosamente, ninguna de nosotras -mis hermanas y amigas- tuvimos una experiencia desagradable producto de nuestra ignorancia.

Recuerdo que el programa de estudios de Ciencias Naturales para el tercer año de secundaria contemplaba la procreación en el ser humano. Mis compañeras y yo pasamos semanas de ansiedad risueña, esperando el día en que se tocaría el tema; a pesar de estudiar en un colegio de monjas, para nuestro ambiente, eso ya era un gran paso. Todas pensamos que sabríamos, ¡por fin!, de qué manera se engendraban los niños... Para nosotras, ESO era lo más importante. Llegado el día esperado, tuvimos la primera decepción cuando entró al aula la persona que desarrollaría el tema: una catedrática muy amable, casada, muy bonita... ¡pero aburridísima! En dos horas nos fueron dados los datos más relevantes: el aparato reproductor masculino más el aparato reproductor femenino producen niños. Toda la magia y la emoción que esperábamos encontrar no formaban parte del temario.

Con los años y después de mucho camino andado, mientras conversaba con mi hija acerca del tema, me reí mucho imaginando el grave problema que deben haber tenido las monjas para adecuar la información a sus mentes obtusas y pecaminosas. Bueno, casi todas. Se salvaban algunas que pensaban y actuaban de distinta manera, que eran mujeres que no se avergonzaban de serlo a pesar de vivir en un convento.

Haber decidido ser madre soltera fue, probablemente, la decisión más importante que tomé en aquellos años. Mientras crecían mi vientre y mis expectativas de si sería niña o niño, encontré a una amiga de mi madre que pensaba que mi bebé sería varón. "Es lo mejor", me dijo, "las mujeres venimos a sufrir a este mundo". En ese momento exacto -puedo escuchar palabra por palabra, recordar el color del vestido que ella vestía, el aroma del lugar y ver a las demás mujeres que nos rodeaban- me subió desde los pies hasta el rostro una indignación sofocante. Decidí que, fuera niña o niño el bebé que esperaba, lo primero que le enseñaría es que nadie viene a este planeta condenada a sufrir sólo por el hecho de ser mujer. Que nada ni nadie avasallaría nuestras vidas (la vida me regaló una niña) por ningún motivo, menos por ese tan estúpido.

La vida no ha sido fácil. ¿Quién dijo que lo sería? Pero ha sido maravillosa y espléndida. Cada día compartido con mi hija, reconociéndonos la una en la otra en cada experiencia compartida, anticipándonos a las palabras, identificando reacciones y riéndonos de nuestros errores, han enriquecido mi vida más que cualquier aprendizaje que haya podido buscar en la universidad más prestigiosa del planeta.

Vivo feliz de ser mujer. Y de serlo como soy. Me siento orgullosa de cómo hemos encaminado nuestros pasos, hasta hoy. Mi hija es una mujer, en todo el sentido de la palabra. Ella ha tomado sus propias decisiones, ha peleado sus propias peleas, ha disfrutado del triunfo y ha conocido algunos fracasos. Como yo, como mi madre, como mi abuela y como todas las personas de este mundo. Lo que la hace diferente es que vive en un mundo, forjado por nosotras, en el que ser mujer ya no es motivo de sufrimiento.

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