sábado, agosto 21, 2004

Sor Juana Inés de la Cruz

De camino a casa desde mi oficina, por las noches, en ocasiones encuentro algunas trabajadoras del sexo que esperan a sus clientes en un par de esquinas oscuras cercanas del centro histórico.

Inicialmente me impresionaban el vestuario, el maquillaje y, siempre, hasta hoy, sus increíbles cuerpos. En una ocasión lejana, conversando con amigos, me comentaron que no todo lo que brilla es oro... es decir, no todas las chicas lo son. Así que puse más atención cuando las encontré y pude identificar a los travestis, tan lindas o más que las verdaderas mujeres. Hay clientes para todas, los vehículos pueden verse detenidos en la orilla de la calle, con las luces de emergencia titilando, mientras hacen "el trato" conveniente para ambas partes.

Hace un par de días, conversando con mi amiga Alma, una cosa me llevó a la otra y pensé lo que hará que los seres humanos negocien con sus conocimientos y experiencias sexuales; creo que la necesidad económica puede ser el detonante en algunos casos, pero también el simple gusto por hacerlo puede ser... realmente no lo sé. Sin embargo, en todo caso, creo que el enfrentar la vida de esa manera abierta -aceptar que se trabaja con el sexo- es un acto que amerita valentía y coraje en todo momento. Vivir soportando comentarios, miradas y tratos despectivos, ofensivos o amenazantes en algunos casos, requiere de estos atributos.

La prostitución está legalizada en mi país y las prostitutas declaradas y debidamente registradas deben pasar por un chequeo médico en la Dirección de Sanidad Pública del Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social. Sin embargo, hay otras prostitutas que no se registran ni pasan por ninguna revisión. Éstas son las más, probablemente, ya que no existe un lugar específico en donde ubicarlas o son menores de edad que se esconden a cualquier registro o reconocimiento.

Pero también hay otras. Aquellas mujeres "decentes" que deciden permanecer afianzadas a una relación que no funciona más, que se agarran con uñas y dientes a una situación o a un apellido que detestan y que apenas soportan, pero que aguantan por lo que les reporta.

He visto hogares en donde la mujer se mantiene al lado del hombre por el bienestar económico, porque probablemente tienen una vida social importante y de "altos vuelos" y no quiere perderla, o porque no quiere o no puede emprender una vida independiente y de trabajo individual.

Para mantener este tipo de relaciones se justifican diciendo que los hijos no pueden pasar por la vergüenza o la pena de un divorcio o separación, pero ni les importa que vivan dentro de estos pseudo hogares en donde cada gesto, cada caricia, cada coito tiene precio, aunque ningún valor. Se enseña a los niños que vale más conseguir o mantener cosas materiales que buscar el equilibrio emocional, la paz y la felicidad mental y espiritual.

Las mil maneras en que las mujeres -a veces, los hombres también- nos prostituimos sin llegar a pararnos de noche en las esquinas a esperar a que alguien "nos levante", se ven diariamente y son tolerados por nuestras sociedades, sin que a nadie se le mueva un cabello. Pero la intolerancia, la rudeza y el desprecio que hipócritamente demostramos hacia los trabajadores del sexo es algo realmente nauseabundo. Vemos la paja en el ojo ajeno, pero nos obstinamos en hacernos de la vista gorda con los propios. Tampoco invertimos tiempo ni esfuerzo en enseñarles a nuestros niños lo que de verdad se vive en las calles, porque tratamos de mantenerlos aislados de la vida misma y les negamos la vacuna de la verdad que los hará fuertes ante la realidad. No sé si por temor, por ignorancia o por irresponsabilidad.

Puede ser hipocresía y nada más que eso...

Ya Sor Juana Inés de la Cruz lo dijo hace cientos de años. Y eso que en aquellos dorados tiempos no se conocía -al menos, no públicamente- a los travestis, la prostitución masculina y, mucho menos, a la infantil. Me pregunto lo que diría ella ahora... Probablemente, preferiría quedarse muda.

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