viernes, septiembre 02, 2005

EL CORAZÓN COLECTIVO

Hace algunos años, muchos diría, tuve el primer contacto con el folklore latinoamericano. No sabía nada del tema, no me había interesado jamás y, es más, me parecía desagradable, chocante y de mal gusto cualquier cosa que tuviera que ver con los nativos tanto de mi país como del resto de América Latina. Todo en mi adolescencia había sido rock, los Beatles eran mis héroes (de qué o porqué, me pregunto ahora) y no éramos -mis contemporáneos citadinos y yo- más que el resultado de la invasión visual que inició con el cine y se profundizó con la televisión, alentada por la radio y las revistas que llegaban directamente del norte cercano o un poquito más arriba en el mapa. Padres, abuelos, amigos y maestros fomentaban esta manera de pensar y sentir, haciéndonos vivir en un mundo extraño e irreal. Extraño y foráneo, claro; irreal, porque no era el nuestro. Ese mundo propio, interior, que estaba un poco más afuera de nuestra área cercana de acción, que existía y latía fuerte sin esperar a que nadie lo aceptara o reconociera, viviendo desde siempre sin importarle nuestro desprecio o nuestra negación a su existencia.

Esa identidad que cuando fui adolescente no comprendí, probablemente hasta negué en la búsqueda de ella misma, cuando prefería escuchar ritmos muy ajenos a nuestra realidad o paladear sabores importados, quizás avergonzándome de los colores de nuestros trajes típicos, de la raza de nuestros antepasados o al escuchar hablar los más de cuarenta dialectos con los que todavía hoy se comunican mis coterráneos, la encontré paulatinamente a través de la música cuando tuve el primer contacto, decía al principio, escuchando folklore sudamericano.

Con los años, viviendo fuera de mi país, descubrí que extrañaba terriblemente su paisaje, tan arraigado en mis pupilas, mientras recorría las carreteras de Uruguay, disímil totalmente en su geografía con Guatemala... como distinto es en muchas otras cosas que van desde su visión de la vida hasta la cocina.

Cada país tiene lo propio. Y no es otra cosa más que el conocimiento de ese mismo país, de nuestro terruño o del lugar en donde nos toque vivir, lo que nos hace amar sus raíces -las nuestras o las que adoptamos- las que nos hacen identificarnos con los millones de seres con los que compartimos el tiempo y el espacio en el que vivimos.

Por supuesto, todavía existen circunstancias en mi país que me hacen sentir pena o vergüenza, pero todas ellas tienen que ver con el proceder de los que se dicen "civilizados" y "educados", hombres y mujeres corruptos, desleales y deshonestos, que no saben amar su tierra.

Sin embargo, me siento orgullosa de mis raíces latinoamericanas y cada vez más, hago míos los compases de un corrido, de un tango, de una cumbia o una zamba, tanto, como los de nuestra guarimba. Me encanta comer lo que las personas comunes y corrientes buscan al medio día en las ciudades de América Latina, encontrar similitudes en sus leyendas, en sus pieles, ojos y cabellos y me doy cuenta que, muy tristemente, a pesar de ser muy parecidos, todavía nos falta descubrirnos y aceptarnos, unirnos y trabajar juntos para crecer y fortalecernos.

Probablemente sea una utopía. Pero quizás no. A lo mejor mis nietos puedan vivir la fuerza de América Latina unida, identificada consigo misma, bailando los ritmos que suenan desde el Río Bravo hasta la Tierra del Fuego, mientras todos aprendan a comer chile o a tomar mate. Un maravilloso sueño de raíces profundas, morenas o claras, mezcladas para olvidar las desconfianzas y odios que mentes extrañas han sembrado en nuestro corazón colectivo.

No hay comentarios.: