domingo, septiembre 25, 2005

LAS DIFERENCIAS

La palabrita "clima" me tiene los cabellos de punta. En todos los diarios, telenoticieros, internet y cualquier otro medio, los problemas climatológicos han llenado páginas y páginas de los excesos de la Naturaleza, resultado probable de los abusos que nuestra raza ha cometido en los últimos decenios y que ahora están dando los frutos que nos merecemos.

Desde que el Niño hizo su aparición hace unos buenos lustros, la situación no ha dejado de empeorar. En esta franja del planeta se han movido las estaciones -se corrieron en su llegada- de tal manera que las frías épocas navideñas, con días azules y lumínicos, se han convertido en días grises y amenazantes de una lluvia que no termina de caer, pero que agudiza el frío en esa mezcla de climas.

Nuestras vacaciones de Semana Santa, otrora cálidas y radiantes, se han convertido en un juego de adivinanzas climáticas, porque no sabemos si usaremos traje de baño o suéter.

Estando nuestra ciudad rodeada de montañas se mantiene a cubierto de huracanes y ciclones lo que hace que el paso de ellos sólo sea sentido en forma de lluvia persistente. Así que ver las imágenes de los lugares afectados por fenómenos naturales violentos de ese tipo produce en nosotros una mezcla de ansiedad y agradecimiento con la vida, que nos ha permitido morar en este lugar privilegiado... sí, claro, tenemos terremotos, ¡pero no es lo mismo!

El pasado 26 de diciembre, mientras estábamos gozando de unos días de descanso en el lago de Atitlán, vimos la noticia del tsunami que afectó las costas de Tailandia, Indonesia, India, Sri Lanka y los países del sureste asiático. Pasaron muchos días antes de que olvidáramos las dantescas imágenes que dieron la vuelta al mundo, en donde miles de personas perdieron la vida sin apenas darse cuenta de lo que estaba sucediendo. En su mayoría, seres humanos pobres, muy pobres, habitantes de esas costas.

El sentimiento de miedo, frustración y desprotección que pudimos percibir a través de fotografías y videos, se ha repetido ahora con Katrina, pero en otros rostros. Con otro color de piel, con otra forma de ojos, con cabellos distintos. Tal vez la diferencia más notoria entre unas imágenes y otras sea que en las más recientes, se percibe una profunda desesperanza. Miradas de espantoso abandono, de impotencia absoluta.

Hace un par de noches vimos en un telenoticiero una entrevista a varios centroamericanos que vivieron la furia de Katrina en New Orleans. Ellos fueron filmados en el mismo lugar de los hechos, caminando con el agua hasta el pecho, buscando refugio seguro. Contaban, entrecortadamente, que llevaban cuatro días caminando en esas mismas condiciones y que las lanchas de salvamento que encontraron en su camino pasaban de largo a pesar de sus llamados de auxilio. Ninguna de ellas se detuvo para brindarles ayuda, ni tan siquiera para pedirles paciencia. Simplemente los veían, reconocían que eran latinos y seguían de largo.

Estas acciones son las más duras diferencias entre esta devastadora desgracia natural y otras muchas que se han dado en el planeta, a través del tiempo. La falta de humanidad, la ausencia absoluta de caridad, han convertido a los supuestos salvadores de vidas en monstruos de discriminación, rudos y fríos.

Es un imperio que se cae a pedazos de podredumbre. Y ni el dios que habita en la cabeza de su líder podrá evitar que el estrépito de su caída se escuche en todos los rincones de la Tierra.

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