miércoles, marzo 03, 2004

EL CAFÉ
Se levantó temprano, antes de salir el sol. Se dirigió al baño, se dio una ducha y salió renovada y feliz. Sacó del ropero su vestido sastre azul marino, su blusa de seda palo rosa y completó el atuendo con zapatos y bolso negros de piel, guantes azules y un sombrerito de lino de seda igualmente azul, con un velillo sobre la frente. Ella sabía que esos sombreritos habían dejado de usarse hacía mucho tiempo, pero no podía pensar en entrar a la iglesia sin cubrirse la cabeza. Y lo más elegante, ¡pues era un sombrero!

Iba sin desayuno, como siempre desde que su memoria recordaba, cada primer viernes de mes cuando asistía a misa de 7 de la mañana y comulgaba en la capilla del Sagrado Corazón de Jesús. Apresuró el paso al salir de su casa, afuera estaba fresco y el sol aparecía sobre las montañas, prometiendo un día radiante.

Llegó hasta la catedral. Había caminado las ocho cuadras que la separaban de ella con el mismo ritmo de siempre. Claro, ahora el bastón de madera de rosal le ayudaba a mantenerse firme, sin embargo, se sentía orgullosa de su vigor y salud. Entró, quitó el velillo de sus ojos y lo subió sobre su sombrero, para luego quitarse el guante de la mano derecha y hundir sus dedos índice y medio en la pila de agua bendita, llevándolos luego a su frente -En el nombre del Padre- a su pecho -del Hijo- cruzándolos desde su hombro izquierdo -y del Espíritu- para el derecho -Santo- y terminar besando su pulgar -Amén-.

Se dirigió presta a la banca que ocupaba siempre, la segunda desde adelante y de la derecha, siempre a la derecha. Los comunistas eran de izquierda, pensó, mientras le recorría la espalda un escalofrío.

Salió el cura, empezó la misa y ella la siguió con los ojos, los oídos y el alma. Sus dedos pasaban las cuentas del rosario de madera, brillantes ya de tanto pasarlas y pasarlas... Pensaba en sus hijo, -¡cuánto pienso en él!-, que estaba solo y sin haberse decidido a formar una familia. Pero ya lo haría pensarlo y decidirse, y vivirían felices los tres en la recién comprada casa, no muy grande, en el centro de la ciudad. Era un solterón de 40 años y ella sabía que ganaba un buen sueldo, proyectaba una excelente imagen, -es todo un caballero- y era un exitoso abogado.

Terminó la misa y presurosa se persignó después de despedirse -Podéis ir en paz. Demos gracias a Dios- y santiguarse.

Miró su reloj de pulsera, ya eran las 8:10. Imprimió fuerza a sus pasos. Pasó por la panadería y compró seis franceses pequeñitos; luego por la abarrotería, en donde compró un litro de leche, mantequilla y una docena de huevos. Dobló la esquina y comprobó en el reloj de la farmacia que ya eran las 8:30. Debía darse prisa, su hijo -¡mi querido hijo!- debía estar por terminar de darse la ducha matinal y pronto estaría pidiendo el desayuno, antes de salir para el ministerio.

Metió el llavín en la cerradura, entró sigilosa mientras trataba de escuchar el sonido del agua corriendo. Caminó por el corredor fresco de la casa, miró los rosales y el jazmín en el patio y pensó que debía regarlos, en cuanto él se fuera a trabajar. Ya en la cocina, prendió el fuego y puso el agua a hervir para preparar el café; cuando él se hubiera casado, le enseñaría a su nuera cómo prepararlo de la misma manera que su suegra se lo enseñó a ella cuando se casó.

Puso el mantel de hilo blanco sobre la mesa, colocó los dos puestos, dos vasos con jugo de naranja y una taza. Estaba casi todo listo, así que se dirigió a la habitación para llamarlo a desayunar. Estaba contenta, seguramente él estaría preparándose para contarle a su novia que la visitarían para pedir su mano. Le llevaba su taza de café amargo para ayudarlo a despertar.

Mientras se acercaba pensaba que se habría quedado dormido, porque no escuchaba el agua de la ducha, sólo el silencio...

Nuevamente sintió el escalofrío recorrer su espalda. Llegó hasta la puerta y se quedó con la mano en el aire, los nudillos tensos y listos para tocar, mientras la otra mano temblaba tratando de no volcar el café, porque la puerta estaba apenas entornada, así que, muy sigilosamente, se asomó.

El cuerpo de su hijo -¡qué bello cuerpo tiene!- podía verse sobre la cama, saliéndose una pierna por entre las sábanas, boca abajo, el rostro metido en la almohada como ahogando un sollozo. Ella se acercó y tocó su espalda, extrañada del silencio y de que estuviera en la cama siendo ya tarde. No sintió respuesta. Lo movió y el silencio de tejidos, carne y álito la paralizaron. Lo llamó fuerte por dentro y por fuera -¡Hijo! ¡Hijo!- pero no hubo despertar, ni vuelta en la cama, ni sonrisas.

Tomó las sábanas con su mano libre y las tiró con fuerza, haciendo que saltara una fotografía arrugada y mojada: dos bellos y jóvenes hombres, abrazados, que veían a la cámara confidentes y cómplices... La taza de café cayó al suelo, haciéndose añicos.

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