domingo, abril 04, 2004

VACACIONES EN DALMACIA

Sentada en la orilla de la cama, veía a su madre preparando las valijas. Tenía toda la ropa en pilas, en cuatro grupos, uno por cada una: sus tres hermanas menores y ella. La veía moverse con rapidez y seguridad, colocando los "montoncitos" de blusas, pantalones, shorts, ropa interior, pijamas... Nada escapaba a su control y su belleza rotunda lo abarcaba todo, hasta los más escondidos rincones de su pequeño cerebro y de su alma infantil.

En la casa reinaba una clara alegría, la expectativa del viaje anual a la finca del abuelo hacía que la agitación se enseñoreara en todos los corazones y en todas las miradas. A pesar de sus tiernas edades, las niñas soñaban con el momento de reencontrar a los únicos primos maternos, tres varones de casi sus mismas edades con quienes les unía un claro amor fraterno y con los que pasaban los meses de vacaciones anuales en esa tierra cálida e intensa. Tenía, a sus once años, muchas expectativas de pasar unas vacaciones como nunca había tenido.

Al día siguiente se levantaron a las cinco de la mañana, todos los movimientos en orden, dirigidos hábilmente por la mano materna. El desayuno rápido -apenas un vaso de leche caliente con café- antes de instalarse en la camioneta Peugeot en donde cabían cómodas en el sillón de atrás, con el enorme equipaje en el maletero, además de un canasto con sándwiches, algunos huevos duros y un termo de café para cuando el hambre apretara y pudieran parar un rato en el camino. Su padre conducía velozmente, eso le gustaba.

Después de tres horas de viaje, a las 9 de la mañana, la camioneta Peugeot giró a la derecha y atravesó el portón de la entrada. Afuera el sol fulguraba y hacía brillar las partículas de polvo que se levantaban a su paso. Su padre hizo sonar la bocina al dar la vuelta por el jardín que colindaba la casa grande de madera pintada de color hueso con las orillas verde oscuro, y ellas buscaron con ansiedad las figuras delgadas y morenas que corrían a su encuentro con la misma ansiedad. Apenas estacionaron, las portezuelas de la Peugeot se abrieron simultáneamente y todos se fundieron en abrazos y besos de todas las edades y tamaños. ¡Habían llegado!

Ese año los primos mayores habían tenido un bajo rendimiento en la escuela, así que un maestro privado los esperaba para continuar las clases que habían sido momentáneamente interrumpidas para recibirlas. Un claro sabor a desengaño amargó las boquitas infantiles. En ese momento, una idea se hizo más y más fuerte en sus mentes: hacer que sus primos jugaran con ellas libremente, como siempre. Así que las niñas fraguaron un plan, mientras sus padres se llevaban a los tres niños pequeños con ellos, entre charlas animadas y exclamaciones de bienvenida, y bajaban el equipaje y lo colocaban en la fresca sombra del amplio corredor del frente de la casona.

Ella y su hermana menor se encaminaron al viejo baño. Era una construcción de madera con base de ladrillo y techo de lámina de zinc, con dos ambientes: en uno estaba la ducha que parecía un enorme plato de metal y que dejaba escapar el agua fresca con fuerza vertical; en el otro, el retrete. Ambos separados por una pared que llegaba hasta el medio del cuarto, que tenía el quicio de una puerta que nunca se colocó. En cada pared lateral había una ventana cuadrada, grande y espaciosa, por donde pasaría fácilmente un cuerpo grande y corpulento, ¡cómo no el de un niño!

El inconveniente era de qué manera se descolgarían por la ventana hasta el patio que rodeaba el cuarto de baño, ya que la del lado del retrete quedaba a unos dos metros de altura... y ellos eran pequeños aún. ¡Pero valía la pena correr el riesgo! Así que pusieron manos a la obra y corrieron hasta el cuarto en donde sus primos estaban sentados repasando las tablas del 8 y del 9, con la mirada perdida en la expectación de la llegada de ellas. Pidieron permiso al maestro y se sentaron en otras sillas, "para repasar también". Al poco rato, aprovechando que el maestro salió a atender a alguien que le buscaba, ellas les contaron atropelladamente el plan y se pusieron de acuerdo para llevarlo a cabo. Cuando el maestro volvió, el primo mayor pidió permiso para ir al baño y, claro, le fue dado. A los pocos minutos, fue su hermana seguida por el segundo primo, para finalmente salir ella "a buscarlos, porque han tardado mucho".

Se encontraron en el baño, entre risas ahogadas, miradas brillantes y palpitar de corazones; uno a uno fueron subiéndose a la ventana y descolgándose por ella hacia "la libertad". Cuando los cuatro estuvieron fuera, corrieron hacia el camino real que llevaba al sendero que bajaba hasta "la toma de agua". Corrieron sin mirar atrás, con alas en los pies y en el alma, con una mezcla de alborozo y temor de ser vistos. Eran apenas las 11 de la mañana pero el sol quemaba y los hacía sudar gotitas de calor y de alegría. Bajaron por el sendero húmedo, atravesaron el viejo puentecito sobre el riachuelo y pararon del otro lado, agolpándose unos con otros. Entonces se miraron a los ojos -aquellos enormes y oscuros mismos ojos familiares- y riéndose a carcajadas, se fundieron en un abrazo. ¡Habían logrado el propósito de estar otra vez juntos!

Sentados a la orilla de la inmensa toma, respirando pausados y tranquilos, se concientizaron de lo que habían hecho. Seguramente al volver, les esperaría un severo castigo... pero bien había valido la pena. El sol apretaba, así que decidieron volver a la casona, esta vez por el portón grande del sur, con su entrada de empedrado que empalmaba con la calle real. Había un pesado silencio alrededor y cuando pasaron en puntas de pie por el cuarto que hacía de aula, lo vieron vacío. Mario, el maestro, ya no estaba.

Al voltear a ver hacia la casa grande, en el fresco y amplio corredor, estaban sus padres esperándolos... con un enorme pichel de limonada fría y la mejor de sus sonrisas en el rostro y en el alma.

Aquellas clases no volvieron a recibirse nunca en la finca Dalmacia.

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