sábado, octubre 30, 2004

LOS COCOS

A Pedro Sigüil, amigo primario

Se levantó al alba. Al salir de debajo del mosquitero, los zancudos volaron formando una nube que siguió el rumbo del viento que entraba por entre los espacios del techo de manaque y las paredes de bambú. Sintió la tierra tibia debajo de sus pies descalzos y escuchó cantar los grillos y los chiquirines mientras salía por la puerta de atrás del rancho. Lentamente, medio dormido, desocupó la vejiga y volvió adentro, buscando el pumpo con agua para lavar su cara. Movió a su mujer para que se levantara a hacerle el café del desayuno y le calentara un par de tortillas; bastaría para llegar a la casa del patrón, allá comería en forma.

Ella se levantó con desgano, pero reponiéndose con rapidez tomó la jarrilla con agua caliente que había pasado la noche encima de las brasas y apagó el café en el batidor de barro; luego lo dividió en dos sirviéndolo en sendos pocillos de peltre y lo endulzó con un trocito de panela rubia. Los llevó a la mesa de madera de pino y, sin más, se acercó al comal de barro para echar las primeras tortillas de la mañana. En la camona de madera de pino, los dos niños dormían aún.

Al rato, después de su pequeño desayuno, Pedro buscó el machete, se puso el sombrero de palma y salió del rancho hacia la casa grande. Tenía algunas tareas que cumplir, aparte de cuidar a los hijos de los patrones: a los que vivían en la finca y a los que venían de la ciudad a pasar las vacaciones de fin de año. Caminó durante 15 minutos y llegó a la entrada principal; se quitó el sombrero y lo colgó detrás de la puerta de la cocina, enfilando para el comedor, en donde debía servir la mesa para el desayuno. A los pocos minutos de haber llegado, un torrente de voces infantiles, carreras de zapatos menudos y risas diáfanas invadieron el espacio y siete pares de ojos brillantes le saludaron al mismo tiempo que siete pares de brazos tiernos rodeaban su cuello y su cintura.

-¡Pedro, Pedro! ¡Queremos cocos, Pedro! Subite a las palmeras, Pedro, ¡y bajá los cocos!, decían los niños, entusiasmados.

Al poco rato estaba sirviéndoles el desayuno que transcurrió sereno -a pesar del entusiasmo infantil- con la presencia de los adultos. El patrón, ojos negros y profundos que le infundían confianza y temor, simultáneamente, sonreía con la petición de los chicos.

-Después de que terminés tu quehacer, Pedro, bajá los cocos...

Los niños se situaron debajo de una de las palmeras, a prudente distancia, para ver a Pedro trepar por ella, rodeando su cuerpo sinuoso con las piernas en una carrera increíble en contra de la gravedad, hasta llegar al penacho de hojas verdes y frescas, afianzándose con la zurda al cincho de cuero que unía su cintura a la del árbol. Su mano derecha se alzó con fuerza y el machete cayó sobre los tallos de cada fruta: ¡Chop, chop, chop...!

-¡¡Caen...!! gritó Pedro, mientras los niños reían felices, viendo cómo caían, uno a uno, los verdes y relucientes cocos.

Al culminar su tarea, Pedro se deslizó con rapidez palmera abajo, mientras sus ojos alcanzaron a ver el enjambre de cabezas tiernas correr hacia el comedor, cada uno abrazando su propia fruta.

Todo esto recordaba Pedro, ojos cerrados y la piel perlada de sudor, mientras los guerrilleros lo mantenían tirado en el pasto, esperando su turno.

Cuando el ejército llegó a la finca buscando un "confidente", Pedro se resistió a la sola idea de convertirse en un traidor a su pueblo; pero la guerrilla quería que él traicionara a su patrón, a sus niños, a las hermosas mujeres de la familia que siempre le sonreían y cuidaban de la salud de sus hijos y su mujer, allá en el rancho. Así que decidió ayudar al ejército, manteniéndolo informado de lo que veía y escuchaba entre sus compañeros.

Pensaba Pedro que cruel debía ser esa guerrilla que exigía matar lo amado hasta hoy, que exigía traicionar sus tradiciones, que lo obligaba a olvidar el bien recibido. A pesar de no tener ninguna posesión material en esta vida, él tenía un trabajo seguro, un rancho en donde vivir y una familia a la que amaba tiernamente...

Sus recuerdos fueron interrumpidos por un jalón hacia lo alto, que elevó su pequeña humanidad de la tierra. Sus pies descalzos quedaron suspendidos en el aire y sintió que los intestinos se le contraían de miedo. El grupo de hombres vestidos de verde olivo lo miraban con pena disfrazada de desprecio; algunos eran antiguos compañeros suyos de la finca y conocían muy bien su lealtad a los patrones. Cerró los ojos, aspiró profundamente por la nariz el viento sazonado de tamarindo y escuchó a lo lejos, risas de niños...

La ráfaga de ametralladora le atravesó el tórax, haciéndole quebrarse y caer en la tierra. Ya no sintió nada cuando uno de los hombres de verde olivo -blanco y altivo- se acercó a su rostro, le abrió la boca y cortó su lengua...

Pedro estaba callado como siempre, subiendo raudo por la cintura de la palmera para bajar nuevamente los cocos.

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