miércoles, mayo 05, 2004

Día de los Trabajadores

Mi padre era el sexto de ocho hermanos. Acostumbraban llamarse a sí mismos "Blanca Nieves y los siete enanos", ya que la mayor y única patoja de todos, Graciela, era seguida de sus siete hermanitos... nada tranquilos. A ella le "tocó" ayudar a María, mi abuela, a criar a sus hermanos, convirtiéndose desde niña en una mujer luchadora y trabajadora que, a los 83 años cuando le llegó la muerte, todavía se levantaba de madrugada diariamente; para las fechas especiales era normal que pasara trabajando hasta 24 horas corridas para preparar los tamales -nuestra comida tradicional y típica de fiesta- que hacía como los ángeles chapines y que para fin de año le encargaban hasta por miles. Nunca supe que dejara de trabajar por estar enferma y era de las mujeres que planchaba la ropa blanca "enyuquillada", que no es otra cosa que almidonada, a pesar de que hace años ya casi nadie se preocupa por esos detalles... aunque sean lindos.

Mi padre estudiaba la primaria y al llegar a sexto grado tuvo que abandonar los estudios para permitir que sus dos hermanos menores pudieran empezarlos, igual que había sucedido con sus hermanos mayores. Así era como los Palmieri empezaban a trabajar para ayudar a la manutención del hogar cuando todavía eran jovencitos. El único de ellos que logró terminar los estudios de bachillerato fue el menor, por razones obvias: no había nadie después de él. El culto al trabajo en esta familia se sentía en el ambiente, en cada uno de estos hermosos y fuertes hombres, aún cuando ya pasados los años habían estragos en sus cuerpos ya viejos.

Cuando terminé la carrera de secretaria, no tuve alternativa. Papá me llamó, nos sentamos uno al lado del otro y me dijo "Ahora a trabajar, m'ija, para ayudar en la casa". Y así fue. En nuestra familia no existían los favoritismos en ese sentido.

Mi padre trabajó toda su vida. Recuerdo que era usual que hiciera largos viajes por Centro América, por carretera, para solucionar problemas que surgían en la empresa de transporte pesado que tenía con su hermano Carlos. Solían llamarlo a cualquier hora del día o de la noche por emergencias y salía en su camionetilla Peugeot verde, durante semanas. En esa época era motivo de fiesta que el viejo no estuviera en casa, éramos adolescentes y él un padre bastante posesivo y celoso. Ahora, a la distancia, me sonrío con una mezcla de nostalgia, simpatía y pena porque nos perdimos todos de bellos momentos por la falta de comprensión entre nosotros. Pero ese es otro tema.

Recuerdo muy claramente verlo en los patios de carga, bajo el sol o la lluvia, con el cigarrillo en la mano... Sus dedos índice y medio totalmente amarillos por la nicotina y con una incipiente deformidad por la artritis reumática. Manos fuertes -al final de la vida con manchas de vejez- que pesaban y mucho en el castigo físico según él merecido, pero que eran capaces de dar la mayor suavidad y ternura del mundo en una caricia. Su pecho ancho y pasado de peso, que tantas veces soportó mi cabeza mientras su mano me acariciaba; y su espalda, que se partía después de conducir durante horas y horas, y que me sirvió de referencia emocional para cubrirme detrás de ella cuando lo necesité.

Papá tenía problemas de salud, desde que recuerdo. Presión sanguínea alta, que por supuesto generó problemas de gota artrítica -¿o qué fue primero, el huevo o la gallina?- y una úlcera duodenal reacia y mal tratada. Dejó de trabajar por eso mismo, por los estragos en su salud. A los 63 años, su principal preocupación -además de mamá, sus cuatro hijas y descendencias- era llegar a ser una carga para cualquiera de nosotras. Eso no llegó a suceder, se fue el 10 de septiembre de 1988.

Su mayor legado, su herencia más valiosa, fue ser un hombre de bien, trabajador incansable y honrado. No pudo concretar muchos de sus sueños, pero nos enseñó también a soñar. Dejó en mí su ejemplo, su amor por la vida productiva y laboriosa, su afán de trabajar para cumplir con su papel de proveedor. Todo lo que soy, en ese sentido, se lo debo a él. No se me ocurre celebrar un Día del Trabajador sin recordarlo. Es la imagen de todo lo que yo quisiera inspirar en mi familia o la manera en que me gustaría ser recordada. ¡Salud, Papi!


Doble moral

Después de enterarme de la publicación de las fotografías de algunos miembros del ejército estadounidense torturando a prisioneros iraquíes (así como aquellas otras de los prisioneros en Guantánamo y que no pasó del intento) leo que el presidente Bush se encuentra "profundamente disgustado" por ellas y me pregunto si este tremendo disgusto se deberá a que las fotos fueron publicadas y no en el sentido del profundo rechazo a la vejación padecida por un ser humano en clara situación de inferioridad.

Vuelve a aparecer la moral "social" de los gobiernos norteamericanos, pues es claro que el ejército de EEUU nunca ha sentido cargos de conciencia con relación a la privación de los derechos de los seres humanos que no sean ellos mismos. Quisiera saber si Bush se ha sentido en algún momento "profundamente disgustado" por la tristemente célebre Escuela de las Américas y sus efectos en Latinoamérica, secuelas que todavía hoy estamos viviendo y que en algunos casos representó la muerte de cientos de miles de seres humanos, como sucedió en mi país.

Toda la angustia, el dolor y el terror que vivimos durante los años de represión -más duros entre 1978 y 1984- fueron provocados directamente por guatemaltecos, claro está. Y no sólo nuestro ejército es responsable. Ellos fueron los co-ejecutores de toda la crueldad con que fue llevado a cabo el exterminio -calificado también como genocidio- que se enfocó, mayormente, en miembros de las etnias indígenas de Guatemala; los propietarios de algunas industrias, algunos hacendados y, por supuesto, el aparato estatal, estuvieron involucrados en la matanza. Pero el ejército norteamericano participó en la guía, asesoramiento y entrenamiento de miembros de nuestro ejército y cuerpos de policía, que se esmeraron en demostrar que eran alumnos aventajados en esa escuela de muerte. Por supuesto, las instituciones norteamericanas famosas por su injerencia en asuntos internos de otros países también fueron responsables.

La guerra -sea cual fuere- es terrible. Pero creo que si los involucrados participan en ella en igualdad de condiciones y se matan entre sí libremente (si se le puede llamar de esta manera) se podría aceptar como algo hasta cierto punto permitido. Usar la fuerza y solazarse en el daño físico y moral que se infringe a cualquier ser humano en inferioridad de condiciones o inutilizado para defenderse, no puede ser llamado de otra manera: es maldad en su más pura expresión, pero "oficializado" por los ejércitos, por los gobiernos, por los responsables sociales se convierte en una abominación.

Este mal en los seres humanos seguirá viviendo por siempre en algunas mentes y almas. El problema es cuando las instituciones con fuerza y poder las hacen propias como normas de comportamiento o, cuando menos, no las combaten en la conducta de sus miembros y hacen caso omiso de los llamados de atención a los mismos, evitando accionar "la rueda de la justicia". Entonces sí, George Bush debería sentirse "profundamente disgustado".


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