jueves, junio 03, 2004

COLONOS

Los gallos cantaron por tercera o cuarta vez, pero no se veía que el sol quisiera salir. A través de las rendijas entre las cañas de bambú del rancho, además de zancudos y un poco de aire, entraba la luz de luna. Tal vez serían las cuatro...

Se incorporó en el catre de tablas y las puntas del petate de palma rozaron sus piernas desnudas. La nube de zancudos se levantó sobre su cabeza y voló lejos, con su zumbidito necio. El piso de tierra estaba fresco y sus pies encallecidos por toda la vida de caminar descalzos, no sintieron sus protuberancias. Se levantó y bajó el vestidito de hilo que se había enrollado en su cintura al dormir. Atravesó el pequeño cuarto y colocó tres leños sobre las cenizas del fuego de ayer; con una astilla de ocote que encendió con un fósforo -el último que quedaba- trató de prender el fuego para poner a calentar el agua para el "café" de maíz quemado. Después de mucho soplar y soplar, vio las llamas azules encender la leña.

Le vinieron deseos de "ir al monte", así que salió del rancho por la puerta de atrás, que estaba trancada con un trozo de madera apoyado en el piso y que quitó haciendo presión sobre la puerta, mientras lo destrababa. Allí, a pocos metros, estaba la maleza con vida propia, que la recibió con el sonido de los grillos, chiquirines y chicharras. Hacía tanto calor que todos los animales estaban despiertos a pesar de no haber salido el sol.

Volvió al rancho y buscó la palangana de agua para lavarse manos y cara. Quedaba poca, tendría que ir al nacimiento de agua a buscar un poco más para las tareas del día. Juntó los brazos sobre su cabeza y se estiró y bostezó fuerte. Él se movió en el catre, maldiciendo; le dolía la cabeza, la borrachera del domingo salía por su aliento y su piel. Pero lo esperaba la tarea en el campo y debía apresurarse si quería evitar el sol del medio día sin haber terminado. Así que se arrastró fuera del catre, buscó el pantalón tanteando sobre la cama hasta que lo encontró y se lo puso, y salió por la misma puerta que ella un poco antes.

Cuando volvió, ninguno de los dos habló de lo sucedido la pasada noche.

Con el sol naciente, salió para la parcela. Llevaba el machete prendido en el cincho de cuero crudo, el azadón sobre el hombro, el sombrero de palma echado hacia atrás y el dolor de cabeza de la madrugada. Caminó media hora hasta que llegó al pedazo de tierra que le tocaba cultivar, después de pasar por el potrero cerca de la toma de agua a donde ella solía ir a recoger agua. Un escalofrío recorrió su espalda.

Entre tanto, en el rancho, ella abrió la puerta del frente -como si fuera necesario ventilar la casa y el alma- y salió a ver los árboles y sentir el calor de la mañana; luego volvió sobre sus pasos, buscó la tinaja de barro y se encaminó a la toma. Mientras hacía el camino estuvo recordando lo que sucedió la noche anterior.

Lo había visto llegar dando tumbos, totalmente borracho, gritando y vociferando. La poca luz que emanaba del fuego no alcanzó a iluminar el rincón en donde ella se escondía, temerosa. Así que cuando empezó a tirarlo todo, tratando de encontrarla, salió de su escondite y logró escurrirse por la puerta de atrás, corriendo entre la maleza, buscando un lugar más seguro en donde refugiarse, pero él logró verla y salió detrás.

El calor apretaba, a pesar de la hora temprana. Dejaba caer el azadón con fuerza en la tierra seca y recordaba.

Después de correr detrás de ella por el monte, le dio alcance a la orilla de la toma... ella gritaba y forcejeaba tratando de librarse. Tenía rabia, tenía coraje y se sentía frustrado. Ambos gritaban, ella lloraba y gemía. Por el camino que llevaba a la casa grande, se divisó una linterna...

Llegó a la orilla de la toma, se inclinó con la tinaja para llenarla con agua fresca y miró hacia el camino que llevaba a la casa grande. Se sintió débil, habría querido tirarse a dormir allí, en esa frescura... Como en un sueño, vinieron a su memoria imágenes borrosas de lo sucedido. Sintió los pies pesados y un dulce amargo subió por su garganta hasta la boca, dejándosela pastosa. Se llevó las manos al vientre, ahogando un alarido de dolor pero no encontró nada, ¡nada! Si estaba encinta, ¿por qué no sentía a su hijo moverse? ¿Qué había sucedido en la noche? No podía recordar totalmente...

Mientras sudaba bajo el sol de la media mañana, escuchó acercarse al Alguacil Mayor de la finca, rodeado de sus auxiliares. Sabía que lo buscarían, que llegarían por él... Quiso correr, pero lo rodearon con presteza. Cayó de bruces, temiendo lo peor. El Alguacil Mayor, con su bastón de borla azul, dio la orden de apresarlo y llevarlo al pueblo. Al pasar por la entrada de la casa grande, vio al patrón de pie en la escalinata, que lo veía con un gesto entre sombrío e irónico.

Todo llegó a su memoria, finalmente.

Desde que el patrón la vio por primera vez en la toma, aquella mañana y todas las otras veces que la asedió, hasta el momento en que la hizo suya con fuerza y la amenazó con acusar a su marido de ladrón si le contaba lo que había sucedido. Y anoche, ¡anoche...! Discutían y ella tenía miedo de su violencia, de su furia. La luz de una linterna apareció desde el camino de la casa grande. Detrás de la luz, el patrón. Los acusó de querer robar en la casa, le dio a él un puñetazo y lo dejó inconsciente, para luego ir por ella y darle un golpe en el vientre que la hizo gritar, aunque era más un dolor del alma. El patrón se dio vuelta y desapareció por el camino. Buscó un lugar entre el monte para esconderse, hasta que el dolor de la pérdida la hizo perder el sentido.

Lloró sin consuelo, sin esperanzas. A pesar de que su hijo era del patrón, deseaba tenerlo; el padrecito le dijo que así debía ser. Recogió la tinaja y se encaminó al rancho; en el camino le contaron que se habían llevado a su marido preso por haber robado en la casa grande.

Sabía que debería salir de la finca y buscar otro lugar en dónde vivir antes que vinieran a buscarla; irse, igual que su madre a los catorce años había hecho, llevándola en el vientre, después de haber sido abusada por el patrón.

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